La formación en general nos ayuda a comprendernos mejor a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Quien conoce las cosas y las personas es más difícil que se desconcierte con ellas. Pero el conocimiento exige primero un aprendizaje, una información, luego, más tarde vendrán las síntesis, las conclusiones personales que nos permitirán dar una valoración correcta de las relaciones del mundo que nos rodea. Pero lo que llamamos ‘realidad’ es algo complejo, que está sujeto a cambios y a interpretaciones diversas. No es sencillo, pues, acertar en los análisis que hagamos de esa realidad. Nuestros recursos culturales son un arsenal imprescindible para dar una respuesta adecuada a los problemas que la existencia nos plantea. Son las personas cultas las que disponen de unas posibilidades mayores para acertar en sus juicios. Se suele decir que la ignorancia es atrevida, y es verdad porque con toda la buena voluntad del mundo y con la carencia de conocimientos imprescindibles se cometen graves equivocaciones. La cultura es la única que nos permite seguir manteniendo una concepción abierta sobre la realidad. Cerrarse a nuevos análisis es, ciertamente, una actitud equivocada. Cuanto mas ascendemos en la escala del desarrollo mas importancia acabamos dando a la relatividad, a la flexibilidad, a los matices y, sobre todo, a la apertura mental a nuevas revisiones que nos acerquen más a la verdad. La formación cultural nos enseña todos estos ejemplos a lo largo de la historia humana.
Nuestra inteligencia -y nuestros conocimientos con ella- deben ir por delante a la hora de actuar. Un comportamiento inteligente siempre es mas probable que acabe siendo un comportamiento acertado. Quizá hoy se valore más la autenticidad de una acción, que la conveniencia (en todos sus sentidos) de dicha acción. A menudo los aspectos emotivos de la personalidad son tenidos más en cuenta que las capacidades intelectuales. No debe ser así. Ambos son importantes y no han de prevalecer uno sobre otro. La cuestión radica más bien en percatarnos de la necesidad de disponer de los registros intelectuales necesarios que estén siempre presentes en nuestra actuación. Estos registros intelectuales proceden de una filosofía de la vida. Nuestra existencia no es fragmentaria. Toda nuestra conducta está presidida por unos principios que dan unidad y sentido a nuestro comportamiento. Sin estos principios iluminadores la vida de un hombre se puede convertir en una larga suma de equivocaciones. La espontaneidad como norma es el peor de los criterios, porque conduce al caos, que entre otras cosas es estéril. La espontaneidad descontrolada y presidida por un emotivismo ciego a la razón, es origen de graves conflictos, que podían haberse evitado si la inteligencia con su criterio rector hubiera estado presente desde el principio. A nuestra inteligencia se puede sumar la de los demás, porque también ellos pueden arrojarnos luz sobre las cuestiones que nos afectan. Andar en solitario nunca suele ser bueno. El otro, la pareja, el amigo, si lo sabernos elegir, casi siempre es una ayuda. Nuestra inteligencia no agota los problemas que intentamos resolver. Y es precisamente ese otro quien puede aportar esa luz necesaria para encontrar la solución óptima al problema que estamos intentando resolver. No somos autosuficientes. Quien no haga de la inteligencia del otro un recurso necesario para acertar en la vida, fácilmente se equivocará.
domingo, 1 de noviembre de 2009
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