He despertado por última vez abriendo mi ventana ‘del Vilar’. Cerrando siete años de experiencias y recuerdos. Una vez más la dimensión de la Cerdanya se me hace presente cuando en un abrir y cerrar de ojos abarco desde el Carlit al Cadi en un paseo entrañable y vital. Por la derecha, desde el Col Rouge que desciende hacia la vall d’Angoustrine formando el Ras du Carlit. Subiendo nuevamente y atravesando el horizonte d’ Enveitg y Latour de Carol hacia el Puig Pedros, pasando por el Roc Colom y el Puig Farinos. Bajando hacia la Vall del riu Duran y subiendo nuevamente el Calm Colomer, alejándose hacia la Vall de la Llosa y subiendo de nuevo hacia la Tosa Plana de Lles. Al fondo el forat de la Seu, el que se ve rojo cuando al día siguiente ha de hacer buen tiempo. De frente, con la cabeza ladeada veremos el Cadi imponente en su tono blanco, distinto al de toda la Cerdanya. A su izquierda se nos rebela, nuevamente verde, el Moixaró y las Peñas Altas, el coll de Jou y la Tossa de Das, que la de Alp apenas se intuye. Y la mirada se me volverá nuevamente hacia el centro del valle, buscando la nada verde que dejaré penetrar hasta la retina en busca de tantos y tantos recuerdos.
De los 15 años que hace que venimos a la Cerdanya la mitad corresponden a los vividos en el Vilar. Mis hijas han pasado sus mejores años de infancia entre Tartera, Urus y el Vilar de Urtx. Nuestro patrimonio han sido todos estos veranos recorriendo sus montañas, primero con los todoterreno cuando eran demasiado pequeñas para andarlas, después pateándonos todos los recorridos imaginables por sus cimas y valles. El año que llegamos al Vilar habia cambiado nuestro Mercedes 230-GE, el poderoso ‘panzer nevera’, por un Range Turbodiesel. Justo el verano anterior habíamos subido con las niñas al Puigmal, llegando con el todoterreno hasta el Pas dels Lladres a 2400 metros. Hoy día impensable pues los caminos están todos cerrados. Ese mismo año o el anterior habíamos subido tres jeeps: un Lada, un Suzuki y nuestro ‘panzer’, hasta Prat de Cadi. Durante esos años del boom ‘todoterrenero’ recorrimos todos los caminos y caminitos de la Cerdanya: desde la subida trialera al Col de Jou hasta el paso andorrano de los contrabandistas por encima de los lagos de La Pera. No dejamos nada por hacer y tentamos muchas aventuras imposibles, una de ellas que hice con mi hija Raquel fue intentar con el Range la subida al Puig Farinos y al Roc Colom por el lomo sur. Justo por donde se estrelló un avión (sus restos metálicos todavía se ven esparcidos) en la década del 70. Pero el fervor veraniego por los caminos se alternó con la pasión por la nieve y cuando cumplí los cuarenta me regalé una moto de nieve: Goliat. Con el monstruo de las nieves (una bicilindrica de 750cc y 70 caballos que llegué a poner a 120 por hora en la pista del aeródromo con medio metro de nieve, durante las grandes nevadas del 92) disfrutamos unas experiencias que no volveré con seguridad a repetir. Las travesías de esquí de montaña por Calm Colomer o por la Vall de la Llosa, subiendo primero con Goliat (cargada con todos los esquís) hasta donde ya no se podía seguir más y siguiendo luego con las pieles de foca, son -entre otros muchos-, recuerdos cuyo valor es imposible medir. Esas acciones, esos hechos, esos logros y realizaciones que ahora forman parte del recuerdo son la verdadera razón de ser de estos años en la Cerdanya. Pero el tiempo agota las experiencias, y los lugares, al ritmo de nuestro propio envejecimiento físico. Así fue como cambiamos, adelantándonos unos años a la moda, el todoterreno por el monovolumen. Primero por la VW Caravelle cuando apenas existían alternativas, después vino la Pontiac Transport. Los viajes con nuestras hijas se hicieron cada vez más frecuentes y alejados de una Cerdanya, que se nos quedaba pequeña y que conocíamos palmo a palmo. A la busca de ascensiones cada vez más difíciles: de los tresmiles del Pirineo, empezamos a hacer cada vez más salidas a los refugios de alta montaña que nos apartaban de nuestra querida y vieja Cerdanya. La pasión por el esquí nos llevó a descubrir el Telemark y sus gentes, otras formas de vivir la nieve ajena por completo al desfile de modelos de las pistas habituales. Nuestras hijas se hacían adolescentes y precisaban otros ambientes menos preocupados por los Descente, las Superga o los Salomon Pro-Link. Nosotros no estábamos en la Cerdanya para ‘tener casa’, para disfrutar con los delicados detalles de una decoración exquisita, que sabemos apreciar sin duda. Estábamos para vivir intensamente unos años que de otra forma se nos pasarían en un abrir y cerrar de ojos. No podíamos invertir nuestro tiempo en otros recursos o en aquellas cosas que se podía hacer en Barcelona. Por eso siempre la casa fue un medio, nunca un fin en si mismo. Los recuerdos ligados a la casa siempre han pasado por aquello que hicimos aquel fin de semana o aquel verano. Por aquellas experiencias que nos permitió vivir. Por aquellas primeras verbenas de San Juan familiares o por tantos fines de año como nos ha visto disfrutar. La casa guardará celosamente nuestras confidencias entre hermanos, nuestras peleas matrimoniales a puerta cerrada y también a grito pelado por la escalera. Nuestras reconciliaciones felices. Nuestras sobremesas con grapa a la luz de la luna, el secreto del arroz con ceps de Pirgio o aquellas siestas veraniegas turbadas solo por la segadora del buen gallego Maximino. La casa guardará nuestros planes, nuestros sueños, nuestras ilusiones; no los de una familia sino los de tres hermanos con sus respectivos cónyuges y sus hijos. Tres pares de tíos y muchos primos. La casa ha sido una excusa para la convivencia de un grupo familiar, hemos madurado muchas actitudes y hemos aprendido lecciones de tolerancia. Ha sido útil para todos. Pero sobre todo han sido siete años de experiencias vitales. Un patrimonio no visible pero tan real como aquel invierno en que la nieve nos bloqueó y nos quedamos sin electricidad tres días. La casa también ha sido el medio para hacer de unos vecinos unos amigos a los que recordar siempre. No podré olvidar nunca a Tomas bajando por la ladera de Prat Aguilo, dando tumbos rebozado por la nieve virgen en su primera salida de esquí de montaña. Echaré de menos esas tardes de verano jugando a tenis con Alonso y el marujeo sano de una Mariona siempre dispuesta y sociable. La Cerdanya, el Vilar, Urus y Tartera serán siempre un lugar de encuentro. Volveremos periódicamente con la libertad del que se siente bien en cualquier sitio. Volveremos para llenar nuestra retina con su esplendor verde, para contrastar la belleza del valle con la de otros valles, para comparar sus cimas con la de otros lugares que queremos conocer.
Hoy, al abrir la ventana por ultima vez y respirar el olor a hierba segada he querido dar solemnidad a esta despedida. No quiero dejar nada atrás que no esté realmente superado. No me despido de ti con nostalgia, ni con lagrimas, sino con enorme gratitud. He sido feliz, tremendamente feliz entre tus paredes y gracias a tu presencia en este valle hemos podido dar grandes experiencias a nuestros hijos. Tu final para nosotros es tan sólo una primavera más...
mcalbert
junio 98
De los 15 años que hace que venimos a la Cerdanya la mitad corresponden a los vividos en el Vilar. Mis hijas han pasado sus mejores años de infancia entre Tartera, Urus y el Vilar de Urtx. Nuestro patrimonio han sido todos estos veranos recorriendo sus montañas, primero con los todoterreno cuando eran demasiado pequeñas para andarlas, después pateándonos todos los recorridos imaginables por sus cimas y valles. El año que llegamos al Vilar habia cambiado nuestro Mercedes 230-GE, el poderoso ‘panzer nevera’, por un Range Turbodiesel. Justo el verano anterior habíamos subido con las niñas al Puigmal, llegando con el todoterreno hasta el Pas dels Lladres a 2400 metros. Hoy día impensable pues los caminos están todos cerrados. Ese mismo año o el anterior habíamos subido tres jeeps: un Lada, un Suzuki y nuestro ‘panzer’, hasta Prat de Cadi. Durante esos años del boom ‘todoterrenero’ recorrimos todos los caminos y caminitos de la Cerdanya: desde la subida trialera al Col de Jou hasta el paso andorrano de los contrabandistas por encima de los lagos de La Pera. No dejamos nada por hacer y tentamos muchas aventuras imposibles, una de ellas que hice con mi hija Raquel fue intentar con el Range la subida al Puig Farinos y al Roc Colom por el lomo sur. Justo por donde se estrelló un avión (sus restos metálicos todavía se ven esparcidos) en la década del 70. Pero el fervor veraniego por los caminos se alternó con la pasión por la nieve y cuando cumplí los cuarenta me regalé una moto de nieve: Goliat. Con el monstruo de las nieves (una bicilindrica de 750cc y 70 caballos que llegué a poner a 120 por hora en la pista del aeródromo con medio metro de nieve, durante las grandes nevadas del 92) disfrutamos unas experiencias que no volveré con seguridad a repetir. Las travesías de esquí de montaña por Calm Colomer o por la Vall de la Llosa, subiendo primero con Goliat (cargada con todos los esquís) hasta donde ya no se podía seguir más y siguiendo luego con las pieles de foca, son -entre otros muchos-, recuerdos cuyo valor es imposible medir. Esas acciones, esos hechos, esos logros y realizaciones que ahora forman parte del recuerdo son la verdadera razón de ser de estos años en la Cerdanya. Pero el tiempo agota las experiencias, y los lugares, al ritmo de nuestro propio envejecimiento físico. Así fue como cambiamos, adelantándonos unos años a la moda, el todoterreno por el monovolumen. Primero por la VW Caravelle cuando apenas existían alternativas, después vino la Pontiac Transport. Los viajes con nuestras hijas se hicieron cada vez más frecuentes y alejados de una Cerdanya, que se nos quedaba pequeña y que conocíamos palmo a palmo. A la busca de ascensiones cada vez más difíciles: de los tresmiles del Pirineo, empezamos a hacer cada vez más salidas a los refugios de alta montaña que nos apartaban de nuestra querida y vieja Cerdanya. La pasión por el esquí nos llevó a descubrir el Telemark y sus gentes, otras formas de vivir la nieve ajena por completo al desfile de modelos de las pistas habituales. Nuestras hijas se hacían adolescentes y precisaban otros ambientes menos preocupados por los Descente, las Superga o los Salomon Pro-Link. Nosotros no estábamos en la Cerdanya para ‘tener casa’, para disfrutar con los delicados detalles de una decoración exquisita, que sabemos apreciar sin duda. Estábamos para vivir intensamente unos años que de otra forma se nos pasarían en un abrir y cerrar de ojos. No podíamos invertir nuestro tiempo en otros recursos o en aquellas cosas que se podía hacer en Barcelona. Por eso siempre la casa fue un medio, nunca un fin en si mismo. Los recuerdos ligados a la casa siempre han pasado por aquello que hicimos aquel fin de semana o aquel verano. Por aquellas experiencias que nos permitió vivir. Por aquellas primeras verbenas de San Juan familiares o por tantos fines de año como nos ha visto disfrutar. La casa guardará celosamente nuestras confidencias entre hermanos, nuestras peleas matrimoniales a puerta cerrada y también a grito pelado por la escalera. Nuestras reconciliaciones felices. Nuestras sobremesas con grapa a la luz de la luna, el secreto del arroz con ceps de Pirgio o aquellas siestas veraniegas turbadas solo por la segadora del buen gallego Maximino. La casa guardará nuestros planes, nuestros sueños, nuestras ilusiones; no los de una familia sino los de tres hermanos con sus respectivos cónyuges y sus hijos. Tres pares de tíos y muchos primos. La casa ha sido una excusa para la convivencia de un grupo familiar, hemos madurado muchas actitudes y hemos aprendido lecciones de tolerancia. Ha sido útil para todos. Pero sobre todo han sido siete años de experiencias vitales. Un patrimonio no visible pero tan real como aquel invierno en que la nieve nos bloqueó y nos quedamos sin electricidad tres días. La casa también ha sido el medio para hacer de unos vecinos unos amigos a los que recordar siempre. No podré olvidar nunca a Tomas bajando por la ladera de Prat Aguilo, dando tumbos rebozado por la nieve virgen en su primera salida de esquí de montaña. Echaré de menos esas tardes de verano jugando a tenis con Alonso y el marujeo sano de una Mariona siempre dispuesta y sociable. La Cerdanya, el Vilar, Urus y Tartera serán siempre un lugar de encuentro. Volveremos periódicamente con la libertad del que se siente bien en cualquier sitio. Volveremos para llenar nuestra retina con su esplendor verde, para contrastar la belleza del valle con la de otros valles, para comparar sus cimas con la de otros lugares que queremos conocer.
Hoy, al abrir la ventana por ultima vez y respirar el olor a hierba segada he querido dar solemnidad a esta despedida. No quiero dejar nada atrás que no esté realmente superado. No me despido de ti con nostalgia, ni con lagrimas, sino con enorme gratitud. He sido feliz, tremendamente feliz entre tus paredes y gracias a tu presencia en este valle hemos podido dar grandes experiencias a nuestros hijos. Tu final para nosotros es tan sólo una primavera más...
mcalbert
junio 98