"Cuando era pequeño me decían que el amor humano partía del reflejo del amor a Dios. Siendo así, cabía esperar de él que fuera perfectible y permitiera soslayar de continuo las deficiencias de la propia y personal naturaleza humana. Siendo así, había disculpa para la contradicción. Era de esperar el reparador perdón frente al error posible.
Cuando crecí me empecé a dar cuenta de que no todo lo que me habían dicho era aceptable. Y hube de revisar las bases sobre las que sustentar mi acción.
Cuando el amor humano no es mas que un fin en sí mismo, no herramienta para la propia perfección, el hombre está caminando hacia un tipo de trascendencia diferente. No está en el plan de la obra divina sino que trabaja en su propia obra, es él mismo frente a la nada y no cabe pasar por alto la contradicción. Ha de aceptar lo que realmente es, desde lo más bajo hasta lo más sublime. Es un trapecista que evoluciona sin red. Camina como un funámbulo sobre el abismo sin esperanza. No existe el perdón, ni las excusas, ni la justificación que soborna a la conciencia, que la tranquiliza o adormece. Ya no se cuenta con la proyección hacia la figura del Padre, o sea del Dios protector que concede la pervivencia y admite hasta el último instante la esperanza. En efecto, la dificultad de prescindir de lo divino es la dificultad inherente a la emancipación del padre, en realidad la dificultad es tal por que en nuestra mentalidad judeocristiana el acto de prescindir nos sitúa necesariamente frente a un equivalente del acto de matar al propio padre.
Vivir de esta manera, tras ese peculiar parricidio, implica aceptar como compañera a la angustia ante las dudas sobre la propia existencia y a la angustia frente a la nada de Kierkegard.
El amor, la creación, la soledad, la muerte y la nueva vida.
El amor busca al objeto de amor para concretar su obra.
Y tiene lugar la creación.
Frente a la insignificancia de la obra se descubre la autentica dimensión de lo que nos es ajeno: lo que no tenemos ni tendremos nunca.
Tras la creación se descubre necesariamente la soledad. En realidad esta se nos aparece biológicamente, pues, tal como la muerte, ha estado presente desde el primer instante de nuestra existencia.
Finalmente la aceptación del propio fin como descanso a tanta soledad es el final de la batalla por la propia vida.
La muerte es la derrota de la esperanza, de los cobardes. Es la victoria del que se emancipó del padre, del que decidió volar en el trapecio sin red bajo los pies, sin esperanza. La muerte, vista así, es la demostración de su propia futilidad. Trascender este limite, ignorando a la muerte, permite a la obra seguir su propio desarrollo, nacer a una nueva vida, ajena al destino biológico de su origen creador. Ese para mi es el verdadero Arte. Así la esencia del hombre se perpetúa, trasciende su contenedor, su biología, su límite; ilumina más allá de su existencia inicial, prosigue en su creación una nueva existencia. Ese es el Misterio del Arte."
fragmentos de ‘Granollers Mon Amour’
mcAlbert, primavera 1997