in memoriam
Doña Teresa Malla nació cuando España era, todavía, un imperio colonial. Tenía tres años cuando perdimos las últimas posesiones de ultramar: Filipinas y Cuba. Iba al colegio de monjas cuando estalló en Barcelona la Semana Trágica. Tenía apenas 20 años, en plena adolescencia, cuando poco la podía preocupar que franceses y alemanes se gasearan a gusto en los campos minados de las Ardenas. El charleston y los locos años veinte la pillaron ya casada con un buen partido. Vivió la segunda guerra mundial con el paraguas en la mano amenazada por los nubarrones que precedieron a la tormenta de la guerra civil española, la cual, atinadamente, la pilló en Ginebra con el paraguas ya abierto. La post-guerra española no le hizo conocer privaciones y la caída del dictador llegó en los primeros años de su viudez. Vio envejecer y morir a sus hijos, madurar a sus nietos y crecer a sus bisnietos.
He buscado en mi memoria infantil el primer recuerdo que tengo de mi abuela paterna y puedo rescatar su imagen enjuta, medio moño de pelo blanco recogido en el occipucio, blandiendo, con cara medio severa medio de broma, un caramelo empapelado. Luego se me sobreponen las imágenes flash de comidas domingueras con un patriarca en la mesa cuyo talante difícil no se nos ocultó a nadie, al que, en contadas ocasiones, vi como ponía limite con una mirada secretamente dura mientras pronunciaba un ""...Pepe! ja està bé!" que no dejaba lugar a dudas. La sensación del abuelo severo, distante casi siempre del cariño senil que los nietos acostumbran a esperar de sus abuelos, debería ir acompañada de una compensación femenina para la cual, quizás, nunca hubo demasiado tiempo. Nuestra abuela, en esa niñez que yo recuerdo, y en las pocas ocasiones en que era posible, parecía querer avanzar a hurtadillas hacia nuestro cariño y tomaba los atajos que la premura de los contactos (fiestas familiares y poco más) le permitía. Así se nos daba a través de sus furtivas propinillas o sus caramelos empapelados mientras le asomaba un sonrisilla cómplice por el rabillo del ojo. Renglón seguido erguía el ceño y el dedo huesudo, para proferir, más que decir, un "...pero hay que ser un niño bueno! eh!!!", el cual, de más grandes, se convertía en un "...hay que estudiar mucho! eh!!!". Muy brumosos son los recuerdos de las Navidades y Reyes en las que acudíamos nietos en tropel a recoger regalos. Casi me es imposible rescatar las sensaciones de aquellos días pero hay una, curiosamente relacionada, que emerge con gran fuerza emocional. Hubo un tiempo remoto en que por Año Nuevo íbamos a la calle Avinyó a ver a las hermanas de la abuela: la tía Carmen enjuta como la abuela, pero no tan alta, y la tía Mercedes regordeta y bajita. Aquella casa dejaba una huella en el cariño. Las dos solteronas eran una fuente de calor humano que nos sobrepasaba. Cariñosas y dicharacheras, daban la talla de lo que nuestra abuela había vivido en su juventud barcelonesa. Las señoras Malla eran por fin de carne y hueso, transmitían polaridades positivas a nuestros escasos encuentros y, si cabe, hacían más ostensible la Torre de Marfil en la que estaba prisionera, Diagonal arriba, nuestra abuela Malla.
Me es difícil evocar los recuerdos infantiles que me trae la abuela María Teresa sin apartarlos de su casa de Muntaner 242. En mi fantasía de niño habían dos casas: la de delante era la de los señores feudales, era la circunspección y el orden, allí se debía de ir con pies de plomo y poner cara de niño bueno. En la zona luminosa se veía todo, tanto si no llevabas las uñas limpias como si el pelo no era lo suficiente corto; allí no se podían obviar ni las gracias ni el por favor. Detrás, pasillo oscuro arriba, era otro mundo, allí era el lugar del servicio y de los niños. Podíamos aporrear (siempre con mesura) el piano y entregarnos al placer de mirar fotos. Podíamos "investigar" cajones y armarios, que por cierto raramente estaban al alcance de nuestro afán de "exploradores del arca perdida", hasta que alguien descubría un nuevo escondite o un trasto que no sabíamos para que servia. El "ruido" de las conversaciones de los adultos nunca "llegó" hasta aquellas dependencias. Eran los sótanos de la Torre de Marfil. Allí era todo como siempre pero más emocionante por que se añadía el sabor de lo antiguo. De vez en cuando enmedio de nuestros juegos de tarde de domingo, en una infancia sin televisión, llegaba la abuela para preguntarnos si queríamos merendar. Ella si que bajaba a nuestro encuentro, cuando podía, y nosotros atareados como estabamos hacíamos poco caso del caso que nos hacia. Ley de vida que no tiene marcha atrás y que obliga a la comprensión posterior de quienes fuimos atendidos en momentos en que éramos incapaces de valorar su gesto. El cariño de nieto siempre madura al sol de este tipo de descubrimientos, ya en la zona adulta de la vida del nieto y cuando a menudo el abuelo falta o entra en la senectud avanzada. Nuestra abuela centenaria ha sido durante muchos años un regalo para la reflexión pues su larga permanencia nos ha invitado, visita tras visita, año tras año, a retomar recuerdos que conllevan vivencias de agradecimiento por lo que entonces nos dio y, por lo que nos ha seguido dando. Si algunos de nosotros, entre ellos me encuentro yo, no tomamos más de ella es por que la vida nos condujo por otros lares y circunstancias. No por que en ella nunca nadie pueda reprochar que encontró una puerta cerrada.
Ella siempre fue la puerta trasera de la Torre de Marfil.