La Batalla de Muret
Muret: El ocaso del sueño ultramontano.
Si hay una batalla crucial para los intereses de la Corona de Aragón en la política exterior europea del siglo XIII esta es sin duda la de Muret. Y si los protagonistas fundamentales de Las Navas de Tolosa habían sido el monarca don Alfonso VIII de Castilla con sus aliados y el Miramamolín almohade Muhammad an-Nasir, en Muret lo serán don Pedro II el Católico de Aragón, junto con la nobleza occitana, y el barón normando Simón de Monfort, que habría de derrotarles en audaz táctica de combate con apenas un millar de caballeros. Pero antes de narrar el modo en que se produjo este enfrentamiento es necesario entrar en antecedentes y explicar los motivos que llevaron a don Pedro II de Aragón a enfrentarse a los cruzados bendecidos por el mismo pontífice en el nombre del cual apenas un año antes había combatido contra los almohades.
Pedro II El Católico de Aragón
Pedro II, llamado El Católico por haber sido coronado por el Papa y haber renovado en 1204 el vasallaje del Reino de Aragón a la Santa Sede que suscribiese en 1068 su antecesor Sancho Ramírez, se vio obligado a continuar la política de acercamiento a Occitania, en el sur de Francia, iniciada por su padre el rey Alfonso II el Casto, fruto del matrimonio de Petronila de Aragón y el conde Ramón Berenguer IV de Barcelona. Alfonso II había recibido en 1166 la regencia del condado de Provenza al morir el conde Ramón Berenguer III (primo hermano del rey aragonés) sin sucesión, y a partir de entonces hubo de luchar contra distintos levantamientos, tejer un complejo conglomerado de alianzas y designar diferentes regencias que, a la postre, permitieron a la Casa de Barcelona consolidar su posición en Occitania. Entre 1181 y 1186, Alfonso II concentró todos su esfuerzos políticos en Provenza, y en su testamento dispuso que, a su muerte, (ocurrida en abril de 1196), sus reinos se repartieran entre sus dos hijos: Pedro, conde de Barcelona y rey de Aragón (1196-1213) y Alfonso, conde de Provenza, Milhau y Gavaldá (1196-1209).
Al subir al trono Pedro II de Aragón se encuentra, por tanto, ante la necesidad de fortalecer su posición en el sur de Francia y para ello comenzará a estrechar sus relaciones diplomáticas con los nobles y refinados señores del Midi y casará en el año 1204 con María de Montpellier, hija del conde Guillermo VIII, cuyos súbditos había expulsado al bastardo Guillermo IX para proclamar condesa a su hermanastra y casarla con Pedro de Aragón, quien añadirá así el título de conde de Montpellier a los de rey de Aragón y conde de Barcelona. Y al mismo tiempo la princesa Leonor, hermana de don Pedro, casará con el conde Raimundo VI de Tolouse, que establecerá una firme alianza con el conde Ramon-Roger de Foix y con los Trencavel de Carcasonne. De esta manera, al finalizar el siglo XII el rey don Pedro de Aragón era señor feudal en mayor o menor grado de todo el sureste de Francia, desde la Provenza hasta Toulouse.
Presencia aragonesa en Occitania en tiempos de Pedro II de Aragón
Los intereses aragoneses en el sur de Francia obligarán a dedicar a esta zona la mayor parte de los esfuerzos de Pedro II. Influencias provenzales penetrarán en la Corte aragonesa. Pedro II responde al ideal de caballero feudal “de elevada estatura y arrogante presencia”, alabado por sus trovadores Ramón de Miraval, Giralt de Calansó y Guin de Usez, que protegidos por el rey difundieron la literatura provenzal en la Corte aragonesa.
A comienzos del siglo XIII prende con fuerza en el sur de Francia la herejía de los cátaros albigenses, encabezada por el conde de Toulouse, que no consta habese convertido a la herejía de los llamados perfectos pero que sí simpatiza abiertamente con ellos. No es este el momento de extendernos a propósito del Catarismo y sus principios teológicos (fascinante tema que bien merece un tratamiento mucho más exhaustivo), pero baste con decir que la expansión de esta corriente herética por el Languedoc sirvió de excusa al rey Felipe Augusto de Francia (a quien conoceremos más adelante al frente de sus tropas en Bouvines) para apoyar la Cruzada albigense predicada por el incombustible Inocencio III y enviar a Occitania un contingente de tropas a las órdenes del barón normando Simón IV de Monfort, que actuará en su nombre.
La Cruzada
El detonante de los hechos fue el asesinato del legado papal Pierre de Castelnau el 14 de enero de 1208 cuando se disponía a cruzar el río Rhone, volviendo de la reunión de Saint Gilles donde había tratado de convencer -sin conseguirlo- a Raimundo de Toulouse para que se uniese a la condena y persecución de los cátaros. El asesinato no fue ordenado por Raimundo pero sobre él y sus tierras cayo toda la responsabilidad. El Papa Inocencio III acusó abiertamente al Conde de Toulouse y lo excomulgó. La Cruzada militar iba a sustituir a la Cruzada pacífica y se encarga al nuevo legado papal, el arzobispo de Narbona a quien ya conocemos, Arnault Aimeric, que sea su mentor espiritual. Al año siguiente una coalición formada por varios nobles francos al mando de Simón de Monfort toma Béziers (donde son asesinados todos sus habitantes por indicación de Arnault Aimeric, que ante la duda propuso a los cruzados: “matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”) y sitia Carcasonne. El rey aragonés acude en ayuda de sus vasallos, presentándose en la ciudad donde intenta convencer al vizconde Ramón Roger, jefe de los sitiados, para que dialogue con los sitiadores y evite el enfrentamiento. El Trencavel decidió parlamentar; recibió un salvoconducto, acudió al campamento pero fue hecho prisionero. Posteriormente, tras la toma de Carcasona, fue encerrado en un calabozo de una torre de su propia ciudad. El 10 de noviembre de 1209 murió en la celda, con 24 años, pero pudo evitar la destrucción de la ciudad, que quedó en manos del nuevo conde, Simón de Monfort.
Tras el triste episodio de Carcasona, Pedro II regresa a Aragón y forma un poderoso ejército para conquistar el reino de Valencia, pero los acontecimientos del sur de Francia impiden al aragonés continuar sus conquistas en Levante. En enero de 1211 asiste en Narbonne a la conferencia entre Simón de Montfort, el conde Ramón de Tolouse y los legados Arnault Aimeric y Ramón de Usez, para tratar de conciliar a los condes de Tolouse y Foix con la Iglesia. Simón de Montfort, buscando la avenencia con Pedro II, propuso casar a su hija con el príncipe de Aragón D. Jaume, nacido en 1208; el matrimonio no llegó a celebrarse pero D. Jaume quedó en poder del de Montfort, que ofreció homenaje al rey de Aragón por Carcasona.
Nuevamente se abre un frágil período de paz durante el cual el rey de Aragón estrechará su alianza con el reino de Castilla acompañando a Alfonso VIII en la batalla de las Navas de Tolosa, como ya hemos visto, junto con su cuñado Raimundo VI de Toulouse e incluso el mismísimo Arnault Aimeric, ya que como sabemos Alfonso de Castilla había conseguido del papa Inocencio III la bula de Cruzada para su enfrentamiento con los almohades, de ahí la presencia del legado papal entre los combatientes. La batalla supuso un gran éxito para las fuerzas cristianas y el rey de Aragón pudo regresar con tranquilidad a su reino, pero nuevas nubes se cernían sobre sus posesiones occitanas, ya que la Cruzada contra los herejes cátaros seguía su curso de la mano del barón de Monfort.
Las Motivaciones.
Conviene llegados a este punto analizar siquiera brevemente cuáles fueron los motivos que impulsaron a estos personajes a luchar en el campo de batalla, es decir, qué llevó a un rey declarado católico y coronado por vez primera por el papa a defender junto a los nobles occitanos a un grupo de herejes cuyas creencias no compartían. Y, por otra parte, se hace también necesario profundizar en las distintas razones para que un noble normando de la Île-de-France se tomase tantas molestias, quebrantos y sufrimientos para luchar contra una herejía pacífica y sencilla de aplastar, pero muy alejada de su patria de origen. ¿Quiénes son, en definitiva, los hombres que van a enfrentarse en Muret? Para comprender estos aspectos hay que barajar un cúmulo de elementos y circunstancias que van desde la política hasta la economía pasando por la sociedad y la religión.
Pedro II
Por lo que a Pedro II de Aragón se refiere, tengamos en cuenta en primer lugar que no se trata de un soberano cualquiera, sino de un rey “pactado” por sus propios nobles (las características de la monarquía aragonesa son realmente peculiares, ya que desde sus mismos orígenes Aragón “antes tuvo leyes que reyes”), un monarca que debe defender ante todo las leyes ancestrales de su reino y asentar su autoridad en los territorios ultramontanos a través del apoyo incondicional a sus leales, sean del credo que sean. El poder del rey de Aragón se cimenta en el respeto a sus súbditos, y frente a esto no cabe excepción alguna. Ni siquiera ante la Iglesia.
Lo mismo puede decirse de Raimundo VI de Toulouse, Ramón-Roger de Foix y el conde Ramón-Roger de Trencavel. Sin que nos conste su conversión a la fe cátara, son ante todo señores de sus estados y súbditos de su monarca, y entienden que la cruzada es en realidad una maniobra papal para privarles de sus dominios y ligarlos a la órbita del rey de Francia, lo que significaría el fin de la peculiar organización social, política y administrativa languedociana. Por eso su primera preocupación es defender a su pueblo sin permitir ingerencia alguna ni siquiera de los legados papales, habida cuenta de que Inocencio III apoya firmemente los intereses del rey Felipe Augusto. Y por eso el conde de Toulouse se negará sistemáticamente a sumarse a la Cruzada contra sus propios súbditos hasta el punto de sufrir la excomunión por tal motivo.
Inocencio III
Por lo que se refiere al papa Inocencio III (Lotario de Conti, Sumo Pontífice entre 1198-1216), debemos también considerar que se trata de un noble italiano, nacido en Anagni y educado en París y en Bolonia, de manera que su origen aristocrático y su formación como jurista y teólogo especializado en Derecho Canónico lo inclinaban a considerar la preeminencia y potestad absoluta de la Iglesia sobre todo el Orbe Cristiano (plenitudo potestatis), incluso sobre el emperador, de manera que el papa Inocencio resucita de forma incuestionable el nunca apagado conflicto entre güelfos y gibelinos afirmando que el Sumo Pontifice tiene, por tanto, derecho a intervenir en los estados de los príncipes cuando haya motivo de pecado (ratione peccati), ya que si bien el monarca debe velar por la integridad física de sus súbditos, la salvación de sus almas está en manos de la Iglesia.
De hecho, con respecto a los cátaros, en un primer momento Inocencio III enviará como gesto de paz al castellano Domingo de Guzmán y al italiano Francisco de Asís a predicar la Palabra de Dios y el Perdón de la Iglesia a Occitania. Sólo tras la muerte del legado Pedro de Castelnau en 1208, como ya hemos visto, se decidirá el Pontífice a proclamar la Cruzada. Y, por último, tengamos también en cuenta que las tradicionalmente malas relaciones de la Santa Sede con el Imperio Germánico desde la Guerra de las Investiduras llevarían al papa a establecer una alianza política con Francia y a un enfrentamiento con sus enemigos (en este caso, Aragón y los condes occitanos).
Por otra parte, hay que tener también muy en cuenta que a comienzos del siglo XIII el Languedoc es lo más parecido a una tierra de promisión, un Paraiso Terrenal que podemos encontrar en la Europa del momento. Poblado de ciudades muy prósperas (Carcassonne, Toulouse, Béziers, Albi, Montpellier, Agen, Foix, Cahors, Narbona...), dominadas por una rica burguesía artesanal y mercantil y con un sistema de explotación feudal mucho menos riguroso y tiránico que el de la Francia de los Capetos, la Inglaterra de los Plantagenet o el Imperio Germánico de los Hohenstauffen, el país de la Lengua de Oc (langue d’Oc) goza en este momento de un esplendor cultural sin precedentes con el desarrollo de la lírica provenzal y la literatura del Amor Cortés, de tal manera que la propia corte de Raimundo de Toulouse es conocida como la Court d’Amour y en ella se dan cita trovadores, músicos, damas y escritores (Bertran de Born, Arnaud Daniel, Guiraut de Bornelh, etc) que se expresan en provenzal, la lengua del amor y la poesía, y que aspiran a formar parte de este oasis de paz y de cultura languedociano en el que, además, la mujer goza de unas libertades como nunca antes se habían dado en la Historia y nunca volverán a darse después hasta el siglo XX.
Occitania es la perla que falta en la corona real de Felipe Augusto de Francia, el cual -por otro lado- aún no tiene puesto todo su interés en ella, por lo que mandará a sus nobles barones a tomar posesión de estas tierras meridionales en su nombre. El rey francés tiene en este momento puesta su atención en la amenaza del Imperio Germánico, aliado con el conde de Flandes y el de Boulogne, y en la Inglaterra del príncipe Juan Sin Tierra, de modo que será Simón de Montfort, conde de Leicester (1206-1207, desposeído por el mismo Juan Sin Tierra), el legado real que se ponga al frente de los caballeros normandos que acuden a la llamada del papa Inocencio para acabar con la herejía cátara... y para obtener sustanciosos botines en oro, tierras, ciudades y castillos con cada conquista y cada victoria.
Simon de Montfort
Montfort es hombre ambicioso y fanático que actúa con una doble motivación. Ha participado en la Cuarta Cruzada y ha tomado a los musulmanes numerosos territorios en Palestina por sus propios medios, de manera que está imbuido de esa radical espiritualidad que confiere la lucha contra el infiel en Tierra Santa. Y por eso cuando Inocencio III predica la Cruzada contra el Catarismo, Simón se apresurará a ponerse a las órdenes del rey de Francia y marchar al frente de sus cruzados rumbo al Languedoc para aplastar a los herejes. Pero no todo es fanatismo religioso y arrebato espiritual: Montfort sabe que los herejes y quienes los defiendan van a ser desposeidos de sus territorios... y alguien deberá hacerse cargo de ellos en nombre del rey de Francia. De este modo encontraremos al "piadoso" barón convertido sucesivamente en vizconde de Béziers, vizconde de Carcasona, conde de Toulouse y duque de Narbona, llegando a enfrentarse al mismísimo Arnault Aimeric como dos perros rabiosos frente a una chuleta de cordero por este último nombramiento y convirtiéndose la Cruzada ya al final en una vulgar guerra de conquista.
Montfort sufrirá durante la cruzada albigense numerosos desengaños por parte de sus propias tropas. El sistema de reclutamiento se basaba en lo que se conoce como la Quarantaine (la cuarentena), de modo que los cruzados sólo tenían la obligación de luchar bajo las banderas de Cristo durante cuarenta días, siendo a partir de entonces libres de regresar a sus hogares, cosa que muchos hicieron dejando al barón desguarnecido y sin apenas apoyos hasta recibir refuerzos. Esa, precisamente, fue la situación en la que se encontrará en Muret, disponiendo de menos de un millar de efectivos.
Estos son, pues, los hombres que combaten el 13 de septiembre de 1213: la ambición política y el fanatismo religioso del barón normando contra la legitimidad real y el ideal caballeresco de Pedro el Católico. Pero mientras Montfort tiene una fe ciega en que Dios está de su parte y cuenta con la férrea lealtad de sus caballeros, entre las tropas occitanas y aragonesas reina la discordia y el desorden...
La Batalla.
Pedro II el Católico regresó a sus dominios aragoneses tras el triunfo de Las Navas para encontrarse con que en el Languedoc Simón de Montfort había abandonado sus recién adquiridos dominios carcasonenses para amenazar las tierras del condado de Toulouse, dentro de la ya evidente estrategia de conquistar toda la Occitania en nombre del rey Felipe Augusto. Ante el avance de los cruzados, el conde Raimundo VI de Toulouse firmó un pacto secreto con Pedro II de Aragón el 27 de enero de 1213, pero no debemos olvidar que el monarca aragonés -todavía mediador en el conflicto- había entregado dos años atrás a Montfort en custodia, como aval de sus intenciones pacificadoras, a su hijo Jaume (Concordia de Narbona, 1211), por lo que temía que el normando pudiese causar algún daño al niño si la Corona de Aragón se levantaba en armas contra las huestes de la Cruzada, de modo que don Pedro dudó durante varios meses en apoyar a su vasallo. Finalmente, Raimundo de Toulouse hizo valer el pacto firmado en enero y el rey Pedro II de Aragón, llamado el Católico por la Historia, decidió reunir un ejército con el que enfrentarse a las tropas del Papa y del rey de Francia encabezadas por el barón Simón de Montfort...
El 10 de septiembre de 1213 las fuerzas de don Pedro llegaron a las proximidades de Muret, una villa fortificada a apenas 40 km. al sur de Toulouse, en la confluencia de los ríos Garona y Louge y guarnecida por una treintena de caballeros franceses y 700 infantes a las órdenes de Montfort, que no se encontraba en ese momento en la ciudad. Las huestes del rey aragones incluían a los hombres de Raimundo VI de Toulouse y los condes Ramón-Roger de Foix, el de Comminges y el de Béarn, sumando un contingente de 3.000 caballeros y sargentos más un número indeterminado pero muy superior de soldados de infantería, que acamparon al norte de la ciudad, sobre el pequeño río Louge. Sin embargo, aunque Raimundo aconsejó no presentar batalla y sitiar a los cruzados para vencerlos por hambre, el rey Pedro rechazó el consejo por considerarlo poco caballeroso y deshonroso, y distribuyó su ejército de forma que el flanco derecho quedaba protegido por una marisma y el izquierdo por el río, y dejó a la milicia para asaltar los muros de la ciudad, que comenzaron a ser batidos con máquinas de asedio el día 11.
Ese mismo día Simón de Monfort al mando de apenas 740 jinetes (240 caballeros y 500 sargentos) llegó a Muret por el oeste y los aragoneses, temiendo ser cogidos por la retaguardia, se retiraron en tropel y permitieron al normando ponerse a salvo tras los muros de la fortaleza. En total, las tropas francas sumaban unos 800 efectivos a caballo frente a los 3000 occitanos y aragoneses, además de un gran número de infantes (más de 20.000, según las fuentes).
La noche del 12 al 13 de septiembre de 1213, en las proximidades de Muret, ha sido envuelta en un hálito de leyenda. Mientras Simón de Monfort obligaba a sus cruzados a confesarse, escuchar misa y comulgar devotamente ante el enfrentamiento que se avecinaba, hay dos versiones, ambas de cuestionable credibilidad, sobre lo que hizo el rey Pedro en la noche previa a la confrontación. El primero, narrado por Vaux de Cernay, cuenta que Pedro escribió una carta a una misteriosa dama en la que le confesaba que entraba en batalla sólo con el fin de impresionarla para poder obtener sus favores carnales. Esta misiva habría sido interceptada por el prior de Pamiers, quien se la mostró a Simon de Monfort, provocando en éste un sentimiento de reprobación por la indignidad de los motivos del monarca aragonés para luchar. En contra de la fiabilidad de esta versión está el hecho de que podría haberse elaborado para deshonrar la memoria del enemigo de las tropas francesas.
La segunda versión, que es la que ha entrado con mayor éxito en el ámbito de la leyenda, es la que aparece en el "Llibre dels Feyts", crónica elaborada por un cronista catalán por encargo de Jaume I, el hijo de don Pedro, para tratar de buscar justificación a la derrota de tan insigne guerrero, que sólo se explicaría a partir de un estado de debilidad extrema provocado por los excesos cometidos durante toda la noche en los placeres de la bebida y la lujuria, que prácticamente impedirían al católico rey Pedro tenerse en pie por la mañana en el campo de batalla:
I aquell dia que es donà la batalla, el rei habia jagut amb una dona, com oírem dir desprès, a Gil -el seu reboster que mès tard fou frare de l’ordre de l’Hospital-, el qual habia estat en aquell consell, i a altres que ho veieren pels seus ulls. I durant l’Evangeli no es va poder estar dret, sinó que s’assegué en el seu sitial mentre es llegia...
(Llibre dels fets de Jaume I. Edición en valenciano. Antoni Ferrando y Vicent J. Escartí, Ed. Afers, 1995)
Sea como fuere, al día siguiente hacia el mediodía Simón de Montfort dividió sus fuerzas en tres cuerpos de unos 250 caballeros cada uno y salió de improviso de la ciudadela por la puerta de Sales, oculta a la vista de los aliados, que al vislumbrar en la lejanía a los jinetes tuvieron la primera impresión de estar huyendo hasta que comprobaron con alarma cómo los caballos viraban hacia la derecha para cruzar el pequeño Louge y quedar frente a ellos. Al frente de los fuerzas aliadas iría el conde de Foix, y tras él el grueso del ejército aragonés al mando del rey, ya que Raimundo -despechado- decidió finalmente no sacar sus fuerzas del campamento. El plan era muy audaz: los dos primeros cuerpos, con gran parafernalia y todas sus banderas, pendones y estandartes ondeando al viento, atacarían la vanguardia de Ramón-Roger de Foix, que se encontraba completamente desprevenida (algunos de sus hombres estaba incluso comiendo), mientras Simón de Monfort, al mando del último cuerpo, cargaría de flanco sobre las desguarnecidas tropas aragonesas en segunda línea. Como vemos, todo estaba perfectamente calculado y los cruzados debían de haber estado listos para actuar en cuanto se dio la orden de ataque.
La primera línea de combate franca, al mando de Bouchard de Marly, salió en columna de Muret, siguió el cauce del río Lounge unos centenares de metros, giró a la derecha en el momento preciso para cruzarlo y avanzó con rapidez contra el enemigo. La segunda línea, comandada por William d’Encontre, se colocó detrás, siguiendo los mismos movimientos de forma absolutamente coordinada y una vez atravesado el río ambas formaron en fondo, escalonadamente una tras otra, para avanzar a paso de carga, con gran grita y galopar de caballos contra los sorprendidos jinetes occitanos, aturdidos al ver a los francos con todos sus estandartes realizar una maniobra tan audaz. Entre las filas aliadas se desató el caos: caballeros desarmandos reclamando a sus escuderos, jinetes que no encontraban su posición en la línea, desconcierto general... El impacto de los cruzados contra las fuerzas del conde de Foix fue brutal, dispersándolas como polvo en el viento. La infantería, completamente desbordada, dio media vuelta y corrió hacia el campamento mientras la división del rey luchaba por mantener la línea, siendo golpeada a su vez por los jinetes perseguidos.
Pero Simón de Montfort continuaba aplicando de forma sistemática su plan: el tercer cuerpo de combate, a sus órdenes directas, cruzó el río Louge, sobrepasó al galope por el costado izquierdo la desbandada general y cargó de flanco contra los aragoneses, que se encontraron de improviso atacados de frente por sus propios hombres y sus perseguidores normandos y a la derecha por la división de Montfort. La lucha se generalizó y muchos caballeros se vieron obligados a desmontar de sus corceles para seguir el combate a pie.
La muerte de Pedro II
Fue en este momento cuando se produjo la muerte de Pedro II de Aragón. Aquí nuevamente la historia deja paso a la leyenda. Según distintas fuentes, el rey -tal vez como consecuencia de su ajetreada noche anterior- no llevaba puesta su propia veste sino que combatía como un soldado más de su mesnada. Unos caballeros franceses (según Vaux de Cernay fueron los nobles Florien de Lille y Alain de Roucy) acabaron con la vida de un noble aragonés de gran envergadura (tal como el monarca, que era buen mozo y de grandes huesos) que llevaba sobre su veste la enseña aragonesa y gritaron: ¡Hemos matado al rey, hemos matado al rey de Aragón!, ante lo cual don Pedro, que se encontraba muy cerca, se despojó indignado de su yelmo y exclamó: “¡No es cierto! ¡Yo soy el rey!”. Entonces la flor y nata de la caballería francesa cayó sobre el monarca y le dio muerte.
Junto al rey luchó también un numeroso grupo de nobles que se esforzaron en todo momento por mantener la línea de combate pero que terminaron viéndose arrasados por la caballería franca. Eran don Rodrigo de Lizana, don Lope Ferrench de Luna, don Aznar Pardo, don Miguel de Lluciá, don Blasco de Alagón, don Miguel de Rada y otros muchos, la mayoría de los cuales quedaron muertos junto a su rey en Muret. La noticia de la muerte de Pedro II de Aragón fue el anuncio de la desbandada general. Las tropas aragonesas huyeron hacia el río y hacia campamento tolosano, que fue alcanzado por los hombres de Montfort, quienes al no poder tomar prisioneros para pedir rescate debido a la escasez de sus efectivos, asesinaron a la mayoría de ellos.
El desastre fue absoluto. Distintas fuentes hablan de hasta 20.000 muertos en el campo occitano, incluyendo al rey de Aragón, y si bien los condes de Foix y Toulouse sobrevivieron a la catástrofe, tuvieron que huir de sus tierras. Simon de Montfort, por su parte, recibiría tras esta brillante victoria (mérito que no debe arrebatársele) los vizcondados de Carcasona y Béziers, el condado de Toulouse y el ducado de Narbona... De las consecuencias de Muret hablaremos a continuación.
Las Consecuencias.
Ha llegado el momento, tal vez, de hacer caer un mito: el de que la derrota de Muret acabó con las esperanzas aragonesas en Occitania. En realidad, tras el desastre de las armas aliadas frente a los cruzados poco fue lo que políticamente hablando cambió en el Sur de Francia, ya que Simón de Montfort entró en Toulouse al frente del ejército cruzado, sí, pero a la muerte de Inocencio III (1216), toda la Provenza se rebeló y Raimundo VI y su hijo Raimundo VII de Toulouse reconquistaron el país (1216-1217), con lo que la primera fase de la cruzada no obtuvo los resultados apetecidos. Raimundo VII recibió la ayuda de las tropas de la Corona de Aragón, aunque éstas tuvieron que retirarse ante las amenazas de excomunión hechas por parte de Honorio III. Los condes de Toulouse entraron en su ocupada capital el 12 de septiembre de 1217. Inmediatamente, Simón de Montfort puso sitio a Toulouse. El 25 de junio de 1218, cuando se cumplían ya diez meses de asedio, Simón murió a causa de una pedrada lanzada por un trebuchet manipulado por unas mujeres.
Se abre entonces un paréntesis que dará lugar a una segunda fase en la Cruzada. Tras el retorno del conde Raimundo VII de Toulouse, la consolidación de la resistencia occitana apoyada por el conde de Foix y fuerzas aragonesas decidió la intervención militar de Luis VIII de Francia a partir de 1226 con el apoyo del papa Honorio III que culminó con el Tratado de Meaux-París de 1229 en el que se pactó la integración del país occitano en la corona francesa. Y por fin, en una tercera y última etapa, los abusos de la Inquisición provocaron numerosas revueltas y sublevaciones urbanas y decidieron a Raimundo VII a emprender una última tentativa de reconquista a la que tuvo que renunciar a pesar del apoyo de la corona inglesa y de los condes de Lusignan, terminando con la captura de las últimas fortalezas cátaras de Montségur y de Queribus en el año 1244.
¿Cuál fue, por tanto, el verdadero alcance de la batalla de Muret para la Corona de Aragón?
No fue propiamente la derrota la que hundió las esperanzas de recuperar el dominio aragonés en el Languedoc, sino la muerte del rey don Pedro, que dejó a la Corona en una situación realmente muy precaria, con el jovencísimo príncipe don Jaume en manos de Simón de Montfort y sin un monarca que la gobernase. El nuevo amo y señor de Occitania no devolvió al infante a los aragoneses hasta después de un año de reclamaciones y sólo por mandato del papa Inocencio III (con quien había empezado a tener desavenencias a causa de su ambición sin límites), entregándoselo en custodia finalmente a los caballeros de la Orden del Temple, bajo cuya tutela permaneció el rey niño en el castillo de Monzón hasta su mayoría de edad, que le fue reconocida a los diez años, en 1218, en las cortes de Lérida. Como podemos imaginar, en estas circunstancias poco fue lo que la Corona pudo hacer por recuperar sus posesiones ultramontanas: bastante tenía con gobernarse y organizarse a sí misma. El rey don Jaume I, a quien la historia llamará el Conquistador por sus notables hazañas, dirigió sus intereses hacia la reconquista peninsular, abandonando las aspiraciones en el Languedoc, hasta que en el año 1258 la firma del Tratado de Corbeil con Luis IX de Francia (futuro San Luis) selló definitivamente la renuncia del rey de Aragón a sus derechos en el Sur de Francia, entregando los condados y ducados de Toulouse, Narbona, Foix, Albi, Carcasona, Béziers, Quéribus, Perapertusa y otros más al rey de Francia y reteniendo para sí únicamente el señorío de Montpellier, lugar de su nacimiento y posesión de su madre la reina doña María, por la que siempre sintió el rey don Jaume un gran afecto, tal como lo demuestra en su Llibre dels Feyts.
Posesiones aragonesas perdidas tras el Tratado de Corbeil
Despues de Muret
A partir de Muret, pues, la Corona de Aragón seguirá creciendo, haciéndose grande y poderosa y convirtiéndose en una de las mayores potencias de la Cristiandad. Con el rey Jaume I se conquistarán las tierras de Mallorca y Valencia, alcanzándose por el Tratado de Almizra (1244) los límites de su expansión peninsular con respecto al vecino reino de Castilla. Con Pedro III, Alfonso III y Jaume II se desarrollará la célebre Expansión Mediterránea, que llevará las armas de Aragón hasta Sicilia, Bizancio, Atenas y Neopatria, llegándose a dominar también Nápoles en el siglo XV con Alfonso V el Magnánimo...
Pero las fronteras pirenaicas quedaban desde Muret cerradas para siempre, Occitania entraba a partir de entonces en la órbita del rey de Francia hasta nuestros días y el Reino de Aragón no volverá a extender sus dominios más allá de los Pirineos.