No hemos de olvidar que somos animales, racionales si, pero la inscripción animal en nuestro código genético es preexistente a la emergencia de la auto-consciencia y el lenguaje o viceversa. Esto tiene una importancia decisiva en como va a ‘funcionar’ la mente.
Hemos dicho que el procesador abarca todo el funcionamiento del ente. Y que traduce a acciones la información que recibe tanto del exterior como del interior, pero que sobre todo obedece a un código inscrito en el propio ente que es el código genético. La supervivencia del individuo y de la especie es la tendencia dominante: la animalidad que conlleva el código genético. El ser humano al adquirir auto-consciencia y lenguaje humano advierte que puede hacer cosas distintas a las que están inscritas en el código genético, cosa que el ser animal no puede hacer. En definitiva adquiere libertad, condicionada si, pero ‘electividad’ al cabo, para obrar.
El tigre no puede hacer mas que seguir las instrucciones genéticas que lo impelen a actuar como actúa, no elige a su víctima mas que por la valoración estratégica de su genética que le lleva a elegir el mejor alimento posible. No puede sentir ni piedad ni compasión —ni otras ‘consideraciones’ que son propias del ser humano— porque es insensible al sufrimiento ajeno. Pero nosotros si podemos ser sensibles al sufrimiento ajeno y podemos ‘elegir’ como obrar ante esa situación.
El dilema esta servido en el centro del procesador. Las tendencias humanizadoras se pueden ver en conflicto con las tendencias animales que nos dominan. Es así como se explica que dentro de esa pluralidad de autopercepciones en las que se subdivide la función mental puedan prevalecer algunas que se identifican más con la tendencia animal y nos conduzcan a acciones que van en contra de los intereses propiamente humanos. Si no existiera más que un principio rector en la mente eso no sucedería y el ‘yo soy’ nunca haría dejación de sus funciones propiamente humanas, pero la observación de la realidad nos demuestra que esto no es así. A menudo una parcial identificación con el papel animal tiñe las acciones de los seres humanos y los convierte en humanos mas próximos a los animales de lo que al propio ser le gustaría. A su pesar.
Si tomamos como tendencia humanizadora los contenidos éticos que establecemos como principio rector o corpus doctrinal a seguir, y como tendencia animalizadora los mandatos que emergen de los instintos y del código genético puramente animal, vemos que la prevalencia de una u otra tendencia determinará de forma importante el resultado de nuestra conducta y afectará básicamente, por tanto, al conjunto de la personalidad que es la parte visible, conductual, de nuestro comportamiento.
Así, el ser se va construyendo en un balance entre las dos tendencias y cuando nos sometemos a reflexión observamos que muchas tendencias que ‘nos poseen’ o sea que nos determinan, no nos dejan ‘actuar’ todo lo humanamente que desearíamos.
Llamamos hacer el bien a seguir conductas humanizadoras y hacer el mal a conductas animalizadoras. Pero hemos de explicarlo más a fondo, pues el mal concebido como no procurarnos un buen vivir humano no siempre coincide con un comportamiento animal. De hecho seria un insulto para los animales, los cuales no son capaces de infligir daño o perjuicio a sus semejantes por el mero hecho de hacerlo, mientras que el ser humano si. Encontraríamos miles de ejemplos de conductas que no se podrían explicar meramente por la tendencia animal… es precisamente la mezcla de las dos la que puede explicar como el humano, movido por la tendencia animalizante pero trascendiendo la ley natural llega a ser humanamente malo. Es decir si el instinto le lleva a procurarse cobijo y alimento, no se conforma con lo que un animal necesitaría sino que va más allá y gracias a su ingenio humano trata de acaparar para sí más de lo necesario. De la misma manera que su tendencia instintiva a mantener su territorio libre de competidores, le lleva a la guerra desproporcionada, a la búsqueda del exceso y de más territorio del que necesitaría para vivir. Precisamente por que es libre y el animal no, es por lo que hace uso de su capacidad para transgredir el código genético en beneficio propio, en beneficio propio animal claro está, ya que si su conducta fuera regida por la parte humanizada vería que lo que le interesa es tratar al resto de sus semejantes de la misma manera que desearía ser tratado. Y si fuera puramente animal se limitaría a mantener un equilibrio natural en sus conductas animales.
Nuevamente vemos como una cosa son las buenas intenciones y otra las realidades que constituyen el mundo humano.
La pregunta básica que surge de esta observación cuando se vuelve una observación auto-reflexiva es la siguiente: ¿porque si tenemos clara nuestra decisión de ser humanamente buenos nos vemos arrastrados a conductas que no nos gustan, sin poder evitarlo? A esta pregunta podemos encontrarle una respuesta, pero para ello hemos de hacer un esfuerzo importante de comprensión de nuestra forma íntima de funcionar.
La condición animal preexistente hemos visto como determina el obrar. Pero lo que nos hace obrar no es otra cosa que la dirección que imprime a los actos la mente. La mente habitual, la funcionalidad impuesta por el devenir de la vida, es una mente sensual. Esto quiere decir que es desde los sentidos externos que toma en cuenta la realidad contra la que actúa. Las respuestas a las sensaciones se procesan sin la participación de nuestro ‘yo mismo’ de forma aprendida desde la infancia. Digamos que el niño no es capaz de pensar de forma abstracta hasta que no se hace mayor y se enfrenta a la necesidad de someter la reflexión —pensamiento dirigido— hacia conceptos que no pertenecen a la realidad externa. La vida interior, que podemos llamar vida psíquica, tiene lugar dentro de nuestra mente y no trata con respuestas sensorias externas, sino con percepciones o elaboraciones de ellas, que parten de las ideas —material eideico—. Ese es el pensamiento abstracto que se inicia a cierta edad pero que se puede desarrollar mas o menos segun se entrene. La coincidencia en el tiempo entre la adquisición o entrenamiento del pensar psiquico o abstracto y la aparición de la personalidad como función de la mente que se apropia de la sensación de ser, hace que desde el inicio —desde la salida de la infancia— se desarrolle el pensar abstracto desde la personalidad. O sea que los primeros balbuceos de la interrogación que el ser en desarrollo se plantea: ¿quien soy? ¿porque soy? ¿para que soy? ¿como soy? son relacionados con la sensación yoica que pertenece a la personalidad. Recordemos que la personalidad usurpa la percepcion del ‘yo soy’ y el ser humano deja de percibirse separado de las cosas y de los eventos o sucesos que conforman la vida, para identificarse con ellos mismos, o sea para dejar que sea el piloto automático y no el ‘yo soy’ quien decida que hacer en cada momento. De esta forma el pensar abstracto o vida interior es alojado —por decirlo de alguna manera— en el mismo recipiente funcional en el que se gestiona la vida sensual. Este hecho es fundamental para entender como, los conceptos elevados y los contenidos morales así como los ‘significados’ que no tienen que ver con la vida sensual sean tomados a menudo por la mente sensual y vividos de forma equivocada, pues, si bien se ha adquirido habilidad de abstracción, esta se halla limitada por el propio entrenamiento de la mente sensual que actúa por reflexión del mundo externo de forma automática. Así se explica la dificultad que el ser experimenta para mantener su atención dirigida hacia el mundo interno, dificultad para ‘meditar’, para ‘interiorizar’ o para ‘reflexionar’ sobre contenidos abstractos, capacidad que, si bien se tiene, se encuentra infra-desarrollada pues la mente sensual nos atrae poderosamente hacia la realidad externa con mecanismos que nos distraen, como los pensamientos asociativos, la imaginación o la continua charla interior que en su agitación permanente aparta la atención del foco interno.