Soy pediatra, padre y, en pocos meses, seré abuelo. Mi experiencia con los niños me ha enseñado el valor de los cuentos. Empecé a contar cuentos a mis hijas cuando eran peques, y recuerdo que era un reto a mi inventiva y, sobre todo, a mi memoria, pues los niños gustan de que les cuentes los mismos cuentos y sobre todo anticipar, o sea saber lo que va a pasar a continuación. Mis cuentos muchas veces eran invenciones, o variaciones, de aquellos que la narrativa popular me había enseñado en su momento. El problema era recordarlos tal como los había contado la vez anterior, pues la memoria de los niños es aguda y ellas, mis hijas, recordaban mejor que yo los detalles. Así, sucedía que cuando pasábamos por determinado castillo, en nuestros viajes, el cuento relacionado no podía confundirse con el de otro personaje porque enseguida era denunciado y puesto en evidencia por mis sagaces ‘enanas’… Con el tiempo se pasaron los años de contar los cuentos del Castillo del Principe de las Zapatillas Rojas, o el del Ogro del Rio Freser… y, con ellas ya grandes, cambié de público para seguir contando, siempre que podía, cuentos sencillos y breves a los niños de mi consulta en el rato que duraba la visita.
Los cuentos no son necesarios, y seguramente hay niños que en su infancia no han recibido este regalo. Pero son útiles para despertar la imaginación, el afán por leer, el gusto por la aventura, la emulación de las hazañas de los héroes, pero sobre todo por que la mayor parte de los cuentos tienen oculta alguna deducción moral, ética o reflexiva que invita al niño a interrogarse por aquello que no conoce. Es fundamentalmente una ventana al mundo por la que asomarse y comprobar que más allá de la vida que conocemos, existen otras posibilidades mágicas, otros lugares, otras gentes que no son como los que vemos cada día. Es una forma de incentivar el viaje fuera de si mismo, al tiempo que nos preguntamos quienes somos, de donde venimos y adonde queremos ir.
sábado, 29 de mayo de 2010
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