domingo, 20 de septiembre de 2009
Los silencios
Cuando se alcanza cierto grado de desarrollo el hombre es ya un hombre de silencios. Sabe callarse conscientemente. Y sabe callarse cuando la cuestión que ocupa sus pensamientos lo requiere, y sabe callarse cuando es inútil desparramar palabras, porque de nada sirven. El verbalismo exagerado es una muestra de falta de control. De poca interiorización. Hemos de aprender, y se aprende solo observando la vida a nuestro alrededor, que la palabra se devalúa con el uso. No se le escucha igual a un hablador que a una persona de pocas palabras. Los silencios, para quien hace uso de ellos, terminan otorgándole por parte de los demás una actitud de escucha. No todas las personas tienen la misma predisposición a la hora de comunicarse con los demás. Las hay -son las menos- que con gran dificultad establecen nexos de relación con los otros. En cambio, abundan aquellos que se extralimitan en su sociabilidad. A los dos corresponde una política de reeducación que establezca un equilibrio entre el respeto a la palabra y la necesidad de comunicarnos con los demás. A veces la sociedad premia demasiado fácilmente los comportamientos de las personas habladoras, alegando que son divertidas, ocurrentes o graciosas. En sus bocas todo pierde entidad. La actitud de escucha, el acompañamiento de la mirada, la atención pueden ser también una clara manifestación de una incorporación activa en las relaciones sociales. Alcanzar ese punto en que controlamos nuestros silencios nos pone a salvo de la inconveniencia o de revelar intimidades al primero que pasa. No cabe duda que hablar es un arte y hay que conocer sus reglas.
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