Quien se estima o valora a sí mismo, no necesita de grandes títulos para concederse el respeto que se merece. Situar fuera del núcleo del hombre el punto de referencia de la autoestima es un error. Ni por más títulos se es mejor persona, ni por más joyas se es más elegante. La elegancia o la bondad, como el propio reconocimiento personal nacen del interior. Estamos de acuerdo que lo extrínseco, lo adquirido, puede reafirmar, confirmar -e incluso aumentar- esa conciencia de nuestra autoestima, pero ésta necesita un substrato previo, una cierta concienciación de merecerse a si mismo, de haberse forjado en el esfuerzo y reconocerse con un sello único e irrepetible como ser humano, despojado de adornos y pertenencias. Sin esta concienciación no se entiende la dignidad del ser humano. En cambio, cuando hay un auténtico convencimiento de esta realidad se hace más fácil la autoestima y la estima ajena. El criterio de valoración de la sociedad está equivocado. Por eso es tan fácil encontrarse con mucha gente sin autoestima o con autoestima baja. Si lo que se valora es el tener (títulos, apellidos, dinero, patrimonio etc.). no es de extrañar que haya quienes al no tener casi nada sientan una autovaloración muy escasa. Se tiene mucho porque se vale mucho, y se vale mucho porque se tiene mucho: ésta es la trayectoria que con excesiva ligereza reconocemos en el enjuiciamiento de los seres humanos. Salirse de ella es esencial si queremos situarnos en el ámbito de la verdad. Se hace necesario volver a descubrir el valor que lleva implícito el ser humano, por el simple hecho de serlo.
Para alguien podría parecer inútil hablar del hombre en términos de aceptación. Nunca es prudente dar por supuesto nada y menos en un análisis de nuestra existencia. Aceptarse supone el conocerse, y asumir sin dramatismos la propia realidad. Al hombre le es fácil idealizar su valía personal, e incluso es frecuente que en momentos depresivos se infravalore, a veces hipócritamente. Lo que verdaderamente es difícil -no lo consiguen todos- es tener un conocimiento realista de su persona y aceptarlo. Aceptarse no supone una valoración a la baja de nuestro yo, también implica el reconocimiento de nuestras propias capacidades y la seguridad de su desarrollo, quizás todavía inacabado. Pero para llegar a esta visión entre lo que realmente soy y lo que pienso de mí, hay un largo recorrido si no de equivocaciones al menos de correcciones. No llegamos al conocimiento de nuestra propia realidad de una forma clara y diáfana. Se trata más bien de un proceso de la búsqueda de interrogantes y de rectificaciones. Y en este largo camino es frecuente desorientarse con ensoñaciones. Si las ilusiones no coinciden con las capacidades, el conocimiento del propio proyecto personal se dificulta en gran manera. Aceptarse cuesta, porque cuando se es joven con frecuencia se valoran más las deficiencias (incluso físicas) que las virtudes. Sólo el tiempo nos ayuda a entendernos y a aceptarnos paulatinamente según sea nuestro grado de desarrollo.
sábado, 2 de mayo de 2009
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