Cuando este verano, después de dos días subiendo picos en el macizo de la Maladeta, regresaba al parking del embalse de Llauset me repetía: ‘todavía puedo hacerlo’... iniciaba así una reflexión mientras buscaba a qué o quién dar las gracias por ello. Realmente cuando me pregunto que clase de actividad me produce un nivel similar de sensaciones agradables o simplemente de satisfacción parecida, no encuentro nada que se acerque ni a la mitad del camino. Probablemente exista una relación mediada por endorfinas que subyace y lo explica fisiológicamente. Despertar esa relación me hace experimentar un estado anímico (nivel de conciencia?) inhabitual y deseable... Creo que cuando estoy en el aislamiento de la montaña, a muchas horas de distancia de cualquier ayuda o auxilio posible, aparece una situación de desvalidez progresiva de la que el yo más íntimo de mi ser va tomando cuenta poco a poco hasta completar cierto estado de ánimo. En este estado, no buscado sino aparecido como consecuencia de la dinámica propia de la actividad de subir (y escalar) montañas que implica tanto el alejamiento de los soportes vitales habituales como la capacidad de valerse por si mismo sin ayudas, lo que a su vez significa asumir ciertos riesgos para la vida a los que ordinariamente no estamos sujetos... en estas condiciones, digo, tiene lugar un hecho especial y es que se afina (se entrena inconscientemente -si no se ve el proceso con la visión interna- o por el contrario se entrena conscientemente cuando se comprende lo que nos sucede gracias a la interiorización, meditación o reflexión) la percepción interna que conocemos como discernimiento. Gracias a esta facultad, y solo gracias a ella (afirmación difícil...pero que mi experiencia válida), vemos o aprendemos a ver (es decir incorporamos vitalmente y no de boquilla) la diferencia entre lo trivial y lo esencial. Es, en este momento del juego, cuando uno percibe lo que en su vida tiene valor real (frente a lo que sus hábitos le hacen creer que valora) y lo que resulta accesorio en ella (frente a lo que quizás sobrevaloramos para mantenernos atados a los sucesos que nos determinan). Al aumentar el caudal de discernimiento, fruto del entrenamiento y la experiencia, aumentan también las posibilidades de ver esas cadenas que nos sujetan al hábito, a la repetición. Pero eso no quiere decir que estemos más cerca del final, sino simplemente más informados. Estos momentos son chispazos de lo que técnicamente llamo Recuerdo de Sí. Una forma de explicar que ordinariamente olvidamos lo que verdaderamente somos para consolarnos con la apariencia de lo que no somos.
Esto es lo que anoche pensaba cuando me sumía en una meditación comparativa entre el riesgo derivado de un acto arriesgado (escalar, volar, navegar en solitario, ir más allá de los limites seguros del hábito en general....) y la conciencia de ‘pérdida próxima de la vida’ derivada de la enfermedad o de la vejez. En los dos casos existe acceso a este particular estado de animo. Voluntaria o involuntariamente aparece esa sensación de discernimiento más capaz, más aguda que por momentos ayuda a marcar las diferencias entre lo esencial y lo accesorio. Es común sentir un ramalazo de angustia, ansiedad e incluso pánico ante la evidente falta de consistencia de nuestra existencia vista con esta nueva perspectiva que denuncia los afanes que ponemos en lo trivial. Pero en general la experiencia es breve. El diseño humano no permite mantener por mucho tiempo la visión interna (si no se entrena dicha capacidad conscientemente). Necesitamos desviar la atención a la periferia para vivir mecánicamente, para seguir manteniéndonos en el habito. Probablemente eso sea una suerte para la mayoría ya que de persistir en el Recuerdo de Sí se desmoronaría la personalidad, se desajustarían los finos entramados de la neurosis personal que nos mantiene cuerdos en la apariencia, o debiera decir: ‘cuerdos con la apariencia’.
Resumiendo: al arriesgar la vida (relativamente hablando claro) se entrena el discernimiento. Este sentido interno permite ver la diferencia entre lo trivial y lo esencial. Por eso el hombre que arriesga su vida sabe (acaba sabiendo) que ninguna posesión, hacienda o carrera tiene valor, y el hombre que, en un momento dado, no es capaz de arriesgar sus posesiones, su hacienda o su carrera, tiene una vida que no vale nada. El valor, la valentía, residen dentro del hombre cuya riqueza nadie, ni siquiera la muerte, puede robar pues reside fuera de sus posesiones externas.