En los últimos 40 años la búsqueda del “santo grial” de la alimentación se ha convertido en tema que ocupa a muchos investigadores.
Como acercarse a este tema sin caer en el tópico de que “por fin hemos dado con la combinación ideal de alimentos que nos permiten asegurar que esa y no otra alimentación es la mejor…” no es fácil, y personalmente me ha llevado mucho tiempo. Estoy seguro de haber dedicado a este tema mucho más interés y tiempo que la mayor parte de la gente de mi alrededor que conozco.
Seguramente el tiempo demostrará que todavía no hemos dado con ese “santo grial”, pero a falta de comprobaciones científicas que nos garanticen que por fin dimos con ese ideal, estamos hoy en disposición de consensuar unas bases de partida, naturales, seguras, frente a las que cada vez se reúne más consenso internacional.
Los intereses comerciales interfieren con el progreso de muchas cuestiones. Nuestra sociedad consumista y de mercado se ha creado tal cúmulo de interdependencias que obligadamente ha de generar opiniones que desvirtúen ciertos avances. Eso es así, no por que algo sea verdadero o falso, sino exclusivamente por que significaría perdida de recursos económicos o puestos de trabajo directamente ligados a una determinada actividad económica. Pasa esto, especialmente, en el terreno de la medicina y la industria alimentaria.
Pero no solamente los intereses comerciales interfieren en la discriminación entre lo conveniente y lo que no lo es. No. A otro nivel la resistencia a admitir que uno puede estar comiendo inadecuadamente procede de las ideologias y de “las modas”. La influencia cultural en la decisión sobre lo que es adecuado comer es muy importante en nuestros días. Quizás es en este campo donde sea más difícil que un nuevo paradigma pueda penetrar puesto que “las creencias” difícilmente admiten cambios aunque exista la posibilidad de demostrar el error. Aferrarse a determinadas suposiciones, –que a menudo no tiene más base que la costumbre, la “pseudociencia” o los mitos–, es muy propio del ser humano, y muy difícil desenmascarar la manipulación de la que son objeto los individuos. Desafortunadamente la relación causal entre lo que se come y las consecuencias de ello son a tan largo plazo que a menudo creemos que si nos encontramos bien AHORA es por que comemos bien. Esa suposición cierra nuestra mente a cualquier cambio y nos impide aceptar que no sabemos, ni los científicos ni por supuesto los ciudadanos de a pie, que consecuencias tendrá en el futuro lo que en apariencia consideramos que “para nosotros” es una alimentación adecuada.
Es por todo ello que es necesario ampliar la visión del tema de la alimentación sobre las bases seguras que proporciona la propia naturaleza.
Si echamos una mirada a nuestro alrededor, al planeta sobre el que transitamos, vemos que la cuestión de alimentarse de una u otra manera viene determinada por la especie animal. Cada especie tiene una alimentación que le es propia. Tanto en el mar como en la tierra firme, cada especie animal ocupa un nicho ecológico donde obtiene los alimentos que su evolución ha determinado como los óptimos para la subsistencia de su propia especie. Si estuviéramos determinando cual es la alimentación adecuada u óptima de una cebra, la respuesta sería sencilla: los pastos de la sabana africana. Pero cuando intentamos aplicar la pregunta a la especie humana vemos que la cuestión no es tan sencilla, porque en el caso de la especie humana ha existido una deriva que ha llevado a los humanos a comer según las tradiciones culturales y la disponibilidad de las fuentes de alimentos que en cada momento de la historia ha tenido a su alcance. El panorama de la alimentación humana actual es de una gran diversidad iniciada en los albores de la aparición de la especie y en continua evolución hasta nuestros días. Sin embargo la pregunta importante que nos hemos de hacer es: ¿la tradición cultural, la disponibilidad de fuentes de alimentación y la “electividad” del hombre son tres elementos de fiar como para asegurar que el hombre está comiendo lo que le es propio y adecuado, no solo para subsistir sino para mantener sus mecanismos fisiológicos vitales a pleno rendimiento y con consecuencias positivas para su salud? La respuesta es contundente, y es que no.
Delante de esta respuesta nos deberíamos de plantear hasta donde retroceder en el tiempo para asegurar que como especie tenemos una “óptima alimentación que nos es propia”.
Esta pregunta se la respondió en 1975 el gastroenterólogo Walter L. Voegtlin.
Si tomamos la “era humana”, como el periodo de tiempo en que tenemos constancia de la existencia de homínidos superiores precursores del Homo Sapiens, y genéticamente emparentados en un 99,9% con nuestro ADN actual, concluimos que la era humana tiene un tiempo de existencia de entre dos y tres millones de años. Los datos antropológicos nos aseguran que la aparición del ser humano escindido de los simios superiores hace su aparición en Africa hace unos dos millones y medio de años con seguridad y con datos menos fiables algunos investigadores elevan la cifra a 4 millones. Tomando como referencia los datos más conservadores nos quedaremos con la primera, dos millones y medio de años. Hasta hace aproximadamente 150.000 años el hombre moderno no salta a Eurasia. Durante mas de dos millones de años por tanto su habitat es el continente Africano.
La época que comprende el 98% de la era humana, es el período prehistórico que llamamos edad de piedra. La antropología la divide, a su vez, en tres etapas: la más antigua es el paleolítico, la media se denomina mesolítico, y a éste le sigue el neolítico.
Asimismo, el período paleolítico se subdivide en tres etapas: inferior, media y superior. Desde el inicio de la era humana hasta 100.000 a.c., se extiende el paleolítico inferior, un largo período en el cual nuestros antepasados eran nómadas; la razón de su forma de vida itinerante era la búsqueda de agua y alimentos, ya que no siempre un mismo medio geográfico los proporcionaba a lo largo del ciclo anual, sino que su abundancia o escasez dependía de los cambios estacionales. Nuestros ancestros de aquella época no habían alcanzado aún el nivel de desarrollo que tenemos actualmente, los conocemos con el nombre de homínidos y sabemos que se alimentaban de la pesca, la caza y la recolección de frutos, hierbas e insectos, que eran tomados del ambiente natural en que se hallaban; así, pasaban largas temporadas en aquel que les era más propicio y se refugiaban de las inclemencias del tiempo al abrigo de cuevas y otros espacios apropiados que les ofrecían protección.
En este período se produjo una evolución inicial desde los primeros homínidos hasta la aparición del llamado Homo Habilis y, cuando éste consiguió mantenerse por completo erguido, pasó a ser Homo Erectus. Los hombres primitivos de esta época aprendieron también en este período a comunicarse por medio del lenguaje hablado, si bien rudimentario, lo que también favoreció en gran medida la colaboración.
Una nueva evolución se produjo en el paleolítico medio, que se extiende desde 100.000 hasta 40.000 a.c. En este periodo de tiempo aumentaron la estatura humana y la capacidad craneal, y así surgió el Homo Neanderthalis. Éste perfeccionó las herramientas precarias que hasta entonces se utilizaban, y, de este modo, construyó lanzas y hachas, entre otros útiles, a partir del dominio del fuego, lo que también supuso la aparición de una primaria «cocción» de los alimentos. En Europa el Hombre de Neanderthal se extingue hace unos 40.000 años y es substituido por el Hombre de Cromagnon cosa que sucede a lo largo de los siguientes 10.000 años. Los restos mas antiguos de Hombre de Crogmanon están datados de 30.000 años.
Ya en el paleolítico superior, que duró desde el fin de la etapa antes mencionada hasta alrededor de 15.000 a.c., el ser humano se convirtió en el Homo Sapiens. Entre sus características hallamos que el cráneo se desarrolló aún más, que los instrumentos y útiles que le servían para sus actividades recolectoras, cazadoras y de pesca ya se habían perfeccionado -se han hallado cuchillos, arpones, re des, etcétera de esa época-; además, en este período nació la cultura.
Fue en el neolítico, el período siguiente, cuando se inició lo que podría llamarse una verdadera revolución en términos evolutivos: los seres humanos comenzaron un aprendizaje destinado a domesticar el medio que los rodeaba. Así, nacieron la agricultura, la ganadería, la construcción de viviendas, la confección de vestidos, la cerámica de uso y un incipiente comercio que, en sus comienzos, fue de trueque. Indudablemente, al dominar el medio, no hada falta desplazarse según las condiciones climáticas y, además, era preciso vivir en sitios fijos para cuidar los cultivos o criar a los animales ya domesticados, y así aparecieron las primeras aldeas o poblados, germen de lo que muchos años después serían los pueblos y las ciudades.
Con esta etapa acabó la edad de piedra, cuando el Homo Sapíens abandonó una subsistencia basa da en la depredación,–la caza y la recolección–, para pasar a una economía planificada en función de la productividad; desde entonces hasta el día de hoy, eso no ha hecho más que evolucionar, siendo su punto máximo de expresión las modernas sociedades occidentales en las que actualmente vivimos.
Todo ello permite concluir que los seres humanos han habitado la tierra durante un larguísimo período que llega hasta el presente, y que el daño y la destrucción que vive hoy el planeta, debido a la sobreexplotación de recursos, la contaminación y otros factores propios de las modernas formas de vida, han ocurrido en un brevísimo período, que puede cifrarse en un escaso 1 % de tiempo en relación a la totalidad de la que he dado en llamar era humana.
Toda esta introducción nos lleva al planteamiento siguiente. Si nuestra especie esta diseñada para comer de una determinada manera, si la evolución de la especie, con sus adaptaciones y mutaciones, se ha desarrollado a lo largo de casi tres millones de años, ¿como es que en los últimos 10.000 años cambia este patrón de alimentación y qué consecuencias tiene esto para nuestra salud?.
Desde la aparición de la agricultura y la ganadería, entre 10.000 y 5.000 años atrás, y hasta hoy, la manera de comer ha evolucionado rápidamente por diversas razones, que incluyen procesos económicos, sociales e históricos hasta llegar a la dieta que se ingiere (con mayores o menores variaciones), a lo largo y ancho del mundo, en la actualidad.
Desde Walter L. Voegtlin en 1975 hasta el presente, muchos investigadores y científicos de la salud, tienen la convicción de que una parte de las enfermedades que aquejan a los seres humanos hoy, tienen su origen en el cambio de alimentación que se ha ido desarrollando en esos diez milenios (tan solo 350 generaciones de humanos frente a las 85.000 generaciones anteriores). Atribuyen estas enfermedades al abandono de los hábitos alimenticios del hombre de la edad de piedra para reemplazarlos paulatinamente por nuestra dieta actual que, según este punto de vista, es la responsable de la aparición de las llamadas «enfermedades de la civilización», además de incidir en su rápida evolución, disminuir la respuesta correcta del organismo a la autocuración y generar desarreglos por toxicidad que van más allá de lo inmediato e imposibilitan establecer una relación causa-efecto. Es decir que muchas de las consecuencias de una persistente inadecuada alimentación no dan síntomas inmediatos sino a muy largo plazo con lo que no se relacionan con la causa original.
Los expertos que sostienen este nuevo paradigma alimentario, opinan que comer tal como lo hacían nuestros ancestros durante el largo periodo del paleolítico, durante el cual se adaptó perfectamente nuestra fisiología, serviría para prevenir las enfermedades del metabolismo, así como las llamadas auto inmunes, tan frecuentes en las sociedades desarrolladas, como son la diabetes, la obesidad, el cáncer o la artritis, entre otras, o incluso dolencias de menor importancia, como las intolerancias alimentarias de todo tipo que causan problemas y malestar. Esta idea afirma resueltamente que si se sigue la dieta ancestral es posible conseguir y mantener el peso adecuado, disfrutar de un inmejorable estado de salud y disponer de toda la energía necesaria para desarrollar una vida plena.
UN NUEVO PARADIGMA
El hecho de que la especie humana se haya mantenido viva con importantes evoluciones, alimentándose de esa manera durante un espacio de tiempo tan prolongado, ha dado lugar a que los actuales defensores de la alimentación ancestral llegaran a la conclusión de que los seres humanos fueron adaptando su organismo progresivamente, en el aspecto endocrino-metabólico e inmunitario, a ese tipo de comida, lo que a su vez determinó (generación tras generación) la creación de unas características genéticas singulares. La acción constante de la epigenética a lo largo del 98% de la evolución de la especie condujeron al ser humano a ser un mamífero perfectamente adaptado a una alimentación basada en la depredación de su ecosistema. Su nutrición básicamente ha de sustentarse en la caza, la pesca y la recolección de frutos y frutas.
Por el contrario, la dieta que comenzó con los cambios que trajo la agricultura y la ganadería, y evolucionó hasta el presente sólo ha tenido diez mil años de vigencia, lo que tanto en términos de período histórico como de funcionamiento fisiológico de una especie es muy poco tiempo para conseguir la necesaria y saludable adaptación.
Es indudable que podemos alimentarnos con cereales, lo llevamos haciendo tan solo desde hace 10.000 años y la especie no se ha extinguido. Sin embargo eso no es garantía de que su consumo no esconda algún inconveniente. Relacionar enfermedad y tipo de alimentación es un objetivo que cada vez más grupos de investigación persiguen. Es complejo estadisticamente hacer estudios poblacionales a largo plazo, pero están llevándose a cabo y sus resultados tardaran décadas quizás en ser concluyentes. Mientras, tenemos que tomar algún tipo de posición personal basada tanto en el sentido comun como en la deducción a la que nos lleva el nuevo paradigma que nos propone la alimentación ancestral.
Un simple ejemplo de como nos puede afectar el consumo de cereales lo podemos tomar del estudio poblacional de hace 30 años hecho por Gerald Reaven de la Universidad de Stanford en 1987, en el que demostró que la respuesta insulínica a la ingesta de cereales era muy variable en la población, en donde un 25% aproximadamente respondían con un patrón hiperinsulínico, un 50% con una respuesta normal y un 25% con una respuesta hipoinsulinica. Solo este ultimo grupo podría consumir cereales habitualmente sin que por ello se produjera un aumento de los depósitos de grasa. Este 25% de la población sería una adaptación epigenética a la agricultura, sin embargo el resto de la población estarían consumiendo un alimento que solo en apariencia le es adecuado. No podemos, de forma generalizada, asegurar que sea adecuado el consumo de cereales, sin embargo si podemos estar seguros de que la dieta ancestral ha sido adecuada para el ser humano durante el largo periodo de su evolución genética desde los albores de la edad humana hasta nuestros días.
Si tomamos otro ejemplo, sobre la leche, acabaremos de ilustrar el problema que puede representar su consumo. La leche es el producto de la glándula mamaria de los mamíferos. Solo los mamíferos disponen de esta fuente de alimentación y su uso en toda la naturaleza queda circunscrito a los primeros momentos de la vida, cuando todavía el animal es incapaz de comer por sus propios medios la dieta adecuada a su especie. No existe ningún caso en la naturaleza de mamíferos que sigan consumiendo leche después de cierto tiempo, en general cuando la cría adquiere capacidad y autonomía abandona la lactancia para comer lo que le es propio de su especie. Solo el ser humano sigue usando esta fuente de alimentación mas allá del periodo de lactancia. Si estudiamos la digestión de la leche, vemos que en los mamíferos existe un periodo de tiempo en el que su intestino es capaz de segregar una enzima necesaria para desdoblar el carbohidrato básico de la leche, la lactosa. Este enzima se llama lactasa y su producción disminuye con el paso del tiempo desde el nacimiento hasta practicamente desaparecer en la edad adulta. En el hombre también se produce de forma natural esta evolución y el 70% de la población adulta planetaria no es tolerante a la lactosa. Sin embargo es cierto que una mutación epigenética, aparecida hace aproximadamente 5000 años en Europa del Norte, permite a un porcentaje notable de la población digerir correctamente la leche en la etapa adulta. Esta epimutación se ha estudiado y es la que explica que el grupo humano que habitaba el norte de Europa evolucionara con una fuente de alimentación muy rica en calcio lo que en su entorno favoreció su persistencia al hacer a los individuos que mutaron más fuertes, altos y corpulentos que los congéneres no mutados. Al ser una epimutación favorecedora se extendió como resultado de los cruces entre individuos más resistentes, longevos y por tanto dominantes en sus poblaciones. En el resto de razas humanas no se dio esta epimutación y es por ello que entre los asiáticos, africanos e indígenas de America, la tasa de intolerancia a la lactosa es más alta. En algunas poblaciones con altos indices endogámicos, por no cruzarse más que entre familias de su misma raza y tradición, como por ejemplo los judíos, el estudio de la intolerancia a la lactosa demuestra que el 95% de la población no la tolera. Probablemente a lo largo de generaciones y mediante selección natural epigenética la tolerancia a la lactosa tenga tendencia a aumentar en todas las poblaciones lo que no es más que una muestra de la enorme capacidad adaptativa del ser humano. Pero ¿por que someter al estrés adaptativo a una especie que originalmente no está diseñada para consumir un determinado alimento? Si no existieran otras fuentes de alimentos tendría una explicación de supervivencia pero no es el caso. La irrupción de la ganadería supuso, como en el caso de la agricultura, el comercio de alimentos que se podían conservar, ello antropologicamente es un avance que permitió mejores tasas de fertilidad y aumento poblacional pero el precio que la humanidad paga por ello es muy alto en términos de salud.
Quienes defienden esta forma de nutrición ponen como ejemplo algunas tribus indígenas de África o América, o a los esquimales, cuya dieta tradicional es muy parecida a la del hombre de las cavernas, y señalan que prácticamente entre ellos no hay enfermedades de las que conocemos como “propias de la civilización”. Este enfoque es, en la actualidad, tema de discusión y controversia entre nutricionistas y antropólogos. Pero va prosperando cada vez más la idea de que la alimentación propia de nuestra especie es al que hemos empezado a conocer como «dieta ancestral, primitiva o paleolítica». La dieta del hombre “cazador-recolector”.
En 1975 el gastroenterólogo Walter L. Voeg vertió sus ideas en un libro que tituló La dieta de la edad de piedra, y él mismo confeccionó recetas para tratar diversos problemas digestivos; en sus platos no hay ningún alimento manipulado o procesado, tampoco lácteos, cereales y legumbres de producción industrial y, por supuesto, ninguno de los ingredientes contienen aditivos químicos ni conservantes.
Diez años después, en 1985 los investigadores de la universidad de Emory, Boyd Eaton y Melvin Konner, publicaron en el New England Journal of Medicine un estudio sobre la alimentación del paleolítico. Más tarde, ambos autores citados, junto con Marjorie Shostak, expresaron sus ideas en un libro, La prescripción paleolítica, donde plantearon una forma de nutrición basada en la alimentación que el ser humano había practicado durante el paleolítico. Ambos trabajos divulgaron esta dieta en medios científicos básicamente, y su alcance al gran publico fue muy limitado.
En la actualidad, uno de los más prestigiosos expertos en la alimentación ancestral o paleolítica, es el estadounidense, doctor y académico del Departamento de Salud y Ciencias, Loren Cordain, de la Universidad de Colorado. Es también autor de numerosos artículos y ha publicado tres libros sobre el tema. En su opinión, esta forma de alimentarse reporta beneficios tanto a niños como a adultos, pero son estos últimos los más beneficiados por las diversas patologías que afectan a las personas en nuestras sociedades y que aparecen en edades posteriores a la infancia. También afirma que, además de mejorar la salud y fortalecer el sistema defensivo de nuestro organismo, la dieta ancestral es muy positiva para reducir el sobrepeso y, con ella, se consiguen altos niveles de energía. De ahí que la recomiende especialmente a atletas, deportistas o personas que por su trabajo requieren la realización de importantes esfuerzos físicos. Estos tres beneficios se obtienen, según la opinión del doctor Cordain, si el organismo intenta imitar la dieta ancestral nutriéndose con una mayor cantidad de proteínas, vegetales, frutas y frutos secos, al tiempo que se dejan de lado los carbohidratos refinados, féculas, y leguminosas, así como los productos que contienen azúcar refinado, aceites procesados y los lácteos y sus derivados. Advirtiendo que es necesario por lo menos una vez al día, hacer algún tipo de ejercicio antes de tomar alguna de las comidas.
Otra interesante cuestión relativa a esta nueva forma de alimentarse es que el organismo debe tener «la libertad» de comer cuando siente necesidad de hacerlo; es decir, cuando tenemos hambre y no en horas previamente fijadas por la costumbre. Las ideas preconcebidas como la de que es mejor comer 5 veces por día o de que es mejor comer algo a media mañana o a media tarde se pueden abandonar tranquilamente. Nuestro organismo está preparado tanto para periodos de ayuno por carencia como para adecuarse a su propio apetito. Por otro lado, el limite de la ingesta debiera ser el de la saciedad. Dicho concepto está íntimamente relacionado con el control de peso, porque esta forma de entender la alimentación no cuenta calorías ni se fija en las cantidades de alimento que se toma. Hemos de recordar que la secreción de neurotransmisores encargados de darnos la señal de “es suficiente” es el verdadero regulador del mantenimiento de nuestro peso corporal. Solo con la practica personal se puede llegar a la conclusión de que alimentándose de esta manera nos acercamos un poco más a aquello para lo que la evolución de la especie nos condujo de la mano durante miles de años. El comercio de alimentos, la avaricia, la codicia y la gula han conseguido apartarnos del camino para el que fuimos diseñados. Volver a ese camino es una decisión personal.
mayo 2012