miércoles, 15 de junio de 2011

4) ¿Por qué somos como somos?


Decía más arriba que ser libres para intentar algo no tiene nada que ver con lograrlo solo por que lo hemos decidido.  Este es el siguiente problema que tenemos que resolver. 

El mito de la caverna de Platón o una variante más próxima que puede ser el mito de la expulsión del Paraíso, pueden servir para entender lo que sigue.  Me explicaré.

No nacemos en un mundo ideal, en el exterior de la caverna o en el paraíso de la Biblia, sino en un mundo que es como es. Imperfecto y condicionado.  Si naciéramos en condiciones ideales seguramente la construcción de nuestro ser se daría por si misma, seriamos humanamente perfectos por que no tendríamos mas remedio que serlo.  La perfección del mundo nos haría perfectos, no habría otra posibilidad. No habría elección y por tanto no habría libertad. No sabemos si la libertad deriva de la imperfección del mundo o es la causa de ella, pero es justamente por la imperfección del mundo y sobre todo por que tenemos libertad para elegir entre lo bueno y lo malo, entre equivocarnos o acertar, por lo que debemos construirnos a nosotros mismos siguiendo un mapa de lo correcto que nos ponga a salvo de decisiones libres, pero equivocadas de acuerdo a nuestro objetivo que es vivir bien.  Hemos visto que tenemos mapa, con lo cual ya hemos avanzado bastante, ahora hemos de ser fieles a lo que dice el mapa que hay que hacer.  Entonces, cuando iniciamos el intento de ser de un modo concreto, es cuando comprobamos que la imperfección se manifiesta y no es tan fácil seguir las instrucciones.  

Resulta que desde la infancia se modelan en nosotros unas formas de comportamiento que dependen de nuestro entorno y que se aprenden a desencadenar ellas solas en respuesta a determinados estímulos.  Estas acciones no son mas que respuestas automatizadas del comportamiento humano.  El conjunto de estas formas de actuar configuran un sello global que nos hace diferentes a los unos de los otros.  Es así como nos reconocemos una individualidad que nos caracteriza, a eso le llamamos personalidad.

Así pues no somos exactamente lo que quisiéramos ser, no.  Somos lo que nuestra personalidad hace que seamos.  No es, en ningún caso, que nosotros hayamos dicho a nuestra personalidad que sea de una manera determinada, no, es justo al revés aunque nos duela reconocerlo.  No influimos voluntariamente en el desarrollo de la personalidad, sino que esta se va configurando en respuesta a un sinnúmero de eventos casuales y reacciones automáticas al entorno que, desde pequeños, han ido ‘sucediendo’ en nosotros hasta llegar a configurarnos.  La personalidad, por tanto, se construye a lo largo del tiempo.  A medida que pasan los años la enriquecemos, la incrementamos, pero siempre a nuestro pesar, y por que una cosa trae a la otra.  Y los rasgos que manifestamos ya desde pequeños van a marcar la continuidad de un cierto camino que irá tomando el desarrollo personal.  Se comprende fácilmente que en la infancia hay muchas influencias que no dependen de nosotros, sino del trato recibido, de las vivencias familiares, de los azares en los que nos vemos metidos y de las respuestas que estos provocan, de los miedos, de los instintos de todo tipo que nos vapulean, de si tuvimos hermanos o no, de si tuvimos cariño o no, de si, de si, de si… son tantos y tantos los fenómenos, causas-efectos que incidieron, que seria imposible controlarlos o enumerarlos todos.  ¿Entonces?  Hemos de aceptar que a medida que salimos de la infancia ya tenemos un bagaje previo que nos condicionará para toda la vida a menos que hagamos algo para evitarlo. 

Pero si nos observamos vemos que una cosa es nuestra personalidad, —la que responde con actos que a veces no están en consonancia con lo que quisiéramos— y otra es nuestra conciencia de ‘yo soy’.   Llamo ‘yo soy’ al apercibimento que tengo de mi funcionamiento, a la sensación interna de mi propio ser.  Así que esa auto-percepción de mi mismo no coincide siempre con esa personalidad que actúa, a menudo, sin consultar a mi —por decirlo de alguna manera— propio yo mismo, a mi ‘yo soy’.

Tenemos una personalidad en la que depositamos la sensación interna del ser.  Pero a menudo la sensación interna del ser se ausenta de la personalidad y deja que esta actúe en modo ‘piloto automático’.  O sea sin que mi ‘yo soy’ participe en las decisiones que tomo o en lo que hago.  Es como si hiciera una cesión de poderes y dejara que la personalidad, configurada como está configurada, tomara las riendas del negocio y hiciera o deshiciera a su antojo.   El resultado de este obrar automatizado no siempre nos satisface —aunque la mayor parte de las veces sea muy útil— y cuando nos damos cuenta de que determinadas acciones o decisiones no están en consonancia con lo que quisiéramos —cuando lo pensamos desde el ‘yo soy’— se nos llevan los demonios y nos fastidia ser como somos… o sea ser como es nuestra personalidad.   

Intentemos entender lo que nos pasa aplicando un poco de sentido común a nuestra reflexión, veremos que la cosa es sencilla.  A saber.

Tenemos un cuerpo y una mente.  Normalmente como sabemos que tenemos un cerebro asociamos el lugar de la mente con la cabeza.  Así que nuestra cabeza es la sede de nuestra mente.  Pero producto de nuestras comprobaciones y reflexiones llegamos a la conclusión de que nuestra mente no es una cosa sola ni una cosa simple, es un complejo  residencial casi como una urbanización entera.  Podríamos tomar prestadas muchas divisiones y clasificaciones que nos hablarían del alma, del espíritu, del cuerpo mental, de la conciencia, del ego, ello y super yo, del caballo, cochero y amo del carruaje… si, si, todo eso esta muy bien pero no son más que nombres que algunos han usado para describir procesos, estados o partes de la mente.  Veamos que podemos sacar en claro por nosotros mismos —sin tantas etiquetas— usando solo nuestra observación y el sentido común. 

Si reducimos a su mínima expresión lo que ES la mente podemos llegar a la conclusión —después de pensarlo bastante rato— de que es una especie de procesador  (tomo la palabra de la informática).   La mente procesa información que le llega de diferentes sitios.  Y con la información procesada nos hace funcionar.  Sin el procesador que es la mente no percibiríamos la existencia en general.  Aunque recibiéramos información del exterior seriamos ‘insensibles’ a lo que esa información hace referencia, no sabríamos ni captaríamos diferencias por lo que no tendríamos experiencia de la realidad sea cual fuere su cualidad.  Así que aunque tuviéramos vida en el sentido de estar presentes no tendríamos noción de la existencia de nada.  Tendríamos solo realidad objetal.  Por todo ello deducimos que la mente es lo que nos permite saber de la existencia y dejar de ser un objeto.  No vamos a entrar en la discusión filosófica de que es existir y si la existencia es en sí o en función de que haya quien la perciba. Eso sería complicarnos demasiado para el fin que por ahora persigo.  Quedémonos de momento con la deducción de que la mente es necesaria para percibir la existencia. 

El ente que somos tiene un procesador que recibe información.  La información llega al procesador por diferentes vías y siguiendo diferentes métodos, unos externos y otros internos al propio ente. Los externos son sensores o captadores de la realidad externa mientras que los internos son los que proporcionan al procesador datos que proceden de su funcionamiento interno.

¿Que es lo que hace el procesador con la información recibida?  Evalúa y reacciona.  Transforma información en acciones concretas que responden a un código de instrucciones que en lo más básico su función es preservar su existencia.  Sin la cual no tendría sentido el propio procesador.  Deducimos que el procesador es dependiente de un código previo que lo determina.  Por tanto el mantenimiento de la existencia es lo que explicaría la vida. También sabemos que existe un código, una información que no depende de lo que el ente recibe del exterior o del interior, sino que reside en el mismo ente.  Ese código es nuestra herencia genética.  En ella se inscriben las instrucciones que nos mantienen con vida y procuran nuestra supervivencia, como individuos y como especie.   Sabemos que este hecho es común a los seres vivos, tanto si son vegetales como animales.

Sigamos con la analogía del procesador.  El ser humano es, por lo que sabemos, el único ser animado que tiene un procesador que se ha descubierto a si mismo.  Es decir, la hormiga o el rábano, tienen un procesador del que no podemos decir que sean conscientes ni  la hormiga, ni el rábano.  Sus mentes reciben informaciones y las procesan para vivir de forma coherente con su código genético, pero no tienen autopercepción.  O sea no saben que son lo que son como lo sabemos nosotros.  Probablemente lo saben pero no de la misma manera.  Su grado de libertad es mucho más restringido que el nuestro.

Así llegamos a la propiedad principal de nuestra mente: la auto-consciencia, o sea la consciencia del ‘yo soy’.  Y digo propiedad principal por que es —a parte de su complejidad— la que verdaderamente distingue a nuestra mente de la del resto de los seres vivos que conocemos.

Podemos decir que el procesador —la mente— tiene una propiedad que hemos llamado auto-consciencia, pero como que anatómicamente ni de otro modo por ahora conocido, podemos dar una ubicación especifica al procesador, hemos de conformarnos con decir que esa propiedad ‘emana’ de la mente misma, no sabemos si hay un rincón o un apartado dentro de la mente donde resida esa función o propiedad que hemos llamado auto-consciencia.  Lo que si sabemos es que el funcionamiento del procesador depende de un substrato orgánico, el tejido cerebral, pues la experimentación ha demostrado que si desconectamos el cerebro perdemos la conexión mental y dejamos de ser conscientes, por tanto auto-conscientes.   El substrato orgánico son las redes neuronales, y aunque no sabemos muy al dedillo como se produce, si sabemos que son los intercambios eléctricos entre las membranas los que dan lugar a descargas que se traducirán en ordenes.  Ordenes que nos harán mover o hablar, ordenes que nos harán pensar o sentir.  La neurobiología ha explicado muchas cosas al respecto en los últimos 20 años y sabemos que los mediadores neuroquímicos son los mensajeros que usa el ente para ejecutar las ordenes que da la mente. 

Pero la investigación neurobioquímica no puede explicar por las partes que estudia el fenómeno de conjunto.  Por poner un ejemplo diríamos que por mucho que alguien  estudie las partes y componentes de un reloj no podrá nunca saber la hora que es.   Con el procesador pasa lo mismo.  Sabemos que usa un substrato, las neuronas, que funciona como una red de transmisión y que genera ordenes a distancia. También sabemos que usa los sentidos externos para reunir información, guarda la información en una especie de disco duro —la memoria— y elabora contenidos inmateriales que son lo que llamamos ideas y pensamientos, sensaciones, emociones y sentimientos.

La segunda característica más importante del procesador es el lenguaje.  El procesador nos permite comunicar con otros seres, pero sobre todo nos permite comunicar con él.  Esto es muy importante pues las ideas y sus agrupaciones asociadas, que son los pensamientos, se expresan por medio del lenguaje que conocemos como lenguaje humano estructurado.   Existen otras formas de comunicarse entre entes animados, por ejemplo el lenguaje corporal o el lenguaje de los signos, o el lenguaje que usan los animales para transmitirse entre ellos diferentes necesidades biológicas o incluso sociales.  Solo el lenguaje humano es la expresión del pensamiento.  Por eso es solo el lenguaje humano el que podemos usar para saber que pensamos o para hablar con nosotros mismos o con partes de nosotros mismos.  El lenguaje es la capacidad de la mente para expresar o comunicar el pensamiento interno y también el vehículo para recibir del exterior la información que encierran las ideas, pensamientos, emociones, sentimientos y sensaciones ajenas.  El lenguaje humano puede ser pensado, hablado o simbólico.  Pero es la comprensión del código lo que lo caracteriza y la comprensión del código  es la facultad de la mente que llamamos lenguaje. Sin el lenguaje y la auto-consciencia no seriamos plenamente humanos.

Todavía no podemos conocer la mente directamente, ni su formato, ni su ubicación, ni su organicidad, solo podemos conocer sus efectos y reconocer su función.  Eso es importante por que nos lleva a tomar la mente como una función.  Reconocemos su realidad ‘funcional’ y como tal hemos de abordarla sin perder más tiempo en otras aproximaciones.  Lo que de verdad nos interesa es saber que tiene unas funciones diferenciadas y conocerlas.  Entender el como ‘trabaja’ es nuestro propósito.